martes, 1 de noviembre de 2016

Memorias de un sumiso criada. Capítulo 1. La tentación

Relato enviado por colaboración. 
Mañana capítulo 2
A veces, las cosas ocurren sin que uno las busque, o mejor dicho, sin saber que las está buscando. Te parece que sólo es un juego, te entregas entre la diversión y el entusiasmo, disfrutas de manera casi inocente, con la reglas que siempre habías imaginado, y antes de que te des cuenta, esas reglas han cambiado, el juego ha dejado de serlo, el tobogán en el que te deslizabas risueño va dando una curva poco a poco, y ya no ves el final y no puedes decir: aquí paro. Porque ya no se puede parar, o sí, pero ya no depende de ti. Hay nuevas personas en esa fantasía que ha dejado de serlo, y tú ya no eres el protagonista, ni siquiera eres un participante, sino un muñeco, o una muñeca, con la que otras gentes juegan y en la que tu opinión ha dejado de valer por completo, de hecho, ya no tienes opinión: solo obedeces, asientes, haces reverencias, te humillas, te humillan, te usan...
Deseabas ser dominado, tener un Ama, y creías que se podía conseguir sin perder el control. Quizás sí, pero solo en tu imaginación, no en la realidad. Ahora eres un pelele que vives únicamente para servir a tu ama... ¿justo lo que querías? No, porque tú no querías que tu vida cambiara por completo, que dejaras de ver a tus amistades, que en tu trabajo, en el instituto llegaran a verte como un mariquita al que le encantara llevar blusas y pañuelos de mujer, que llegaran a cobrar por tus servicios de puta, que acabaran por completo con tu deseo sexual...
Yo, como tantos otros, al llegar a casa lo primero que hacía era quitarme la ropa de calle, toda la ropa masculina que lógicamente traía puesta. Me desnudaba por completo, o me quedaba con las braguitas que ese día había llevado puestas. Abría el cajón de la mesilla y elegía un sujetador, y unas medias, y me los ponía despacio, mirándome al espejo. Qué placer sentir la lycra de las medias recorrer mis piernas y sentir la presión de la liga de encaje, al igual que el sujetador, siempre de tallas más pequeñas que la mía. Seguía con una combinación y un vestido, o una blusa y una falda, y un pañuelo al cuello, o un lazo rosa. Las mujeres, al llegar a casa, prefieren quitarse esas prendas y ponerse cómodas con cualquier cosa. Yo hacía al revés: me vestía de chica, me pintaba los labios, los ojos, y ya me sentía en casa.
Y cuando podía (una llamada a la puerta, la ventana abierta...) provocaba con mucho morbo que cualquier vecino o vecina pudiera entrever mi ropa, una parte de ella, algo que sin llegar a ser descaradamente femenino, lo insinuara: La parte de arriba del vestido camisero mientras tendía la ropa en el patio, sin saber exactamente quién podría estar mirando desde detrás de sus ventanas. Un lazo rosa o fucsia cerrando el cuello del vestido o de una blusa. O esa blusa con un pañuelo... de cintura para arriba, para quién mirara, parecería estar vestido de chica, pero solo lo parecería. O un camisón y una fina bata encima, casi transparente, y zapatillas femeninas, con cuña, ya que no podía aparecer con tacones, al abrir la puerta a un repartidor, a una comercial..., como el día que vinieron dos chicas a convencerme de que me cambiara de compañía telefónica. Yo llevaba un vestido ese día, fino, ajustado por arriba y cerrado con una cremallera en el lateral, y con vuelo en la falda. Como era algo más largo que la bata que iba a ponerme, me lo recogí un poco hacia arriba y lo sujetaba con el cinturón de la bata. Y por arriba, el sujetador con algo de relleno y, para disimularlo, un pañuelo colgando por encima de la bata. Y las chicas eran insistentes, y pasaron al salón -o más bien yo las dejé pasar al salón, excitado de estar ante ellas vestido de mujer, aunque lo único, en principio, que se veía eran el pañuelo y la bata, femenina, rosa, fina, pero bata, algo que has cogido sin fijarte mucho si era tuya o de tu mujer- a estudiar mis facturas, y yo sentado frente a ellas, sabía que el vestido ya se veía por debajo, y la chica que se había sentado en el sofá tenía que estar viéndolo, pero hacía como que no... ¿Qué pensarían? Estas situaciones me excitaban, y luego podía tocarme, y correrme fantaseando con lo que ocurriría de ser descubierto. Imaginarme que decían algo, que insinuaban algo sobre la bonita ropa que llevaba, y eso era suficiente. O no, no era suficiente, dejó de serlo en cuanto pude llegar más lejos, creyendo siempre que podría cerrar la puerta, pasar página, despedirme con una sonrisa, no volver a ver a aquellas personas que me habían visto con mi ropa de mujer.
Así, cuando hablé por teléfono con Marisa, la mujer a la que acababa de comprar el piso, y quedamos en que pasaría por allí para recoger el correo atrasado, vi una oportunidad magnífica de provocar una de esas situaciones. Nada más allá, porque uno nunca espera que esa persona a la que insinúas tu travestismo sienta algún interés por él.
Para esperarla, me puse unas zapatillas de mujer, rojas, de cuña, unas medias color carne, muy finas, transparentes, un camisón cortito blanco, la bata rosa encima y un pañuelo colgando del cuello. La bata tapaba el camisón, pero era muy fina (de raso, descaradamente femenina, pero bata al fin y al cabo, lo que te pones corriendo en un momento de apuro), y fijándose bien podría hasta ver qué había debajo, pero yo contaba con que, dada nuestra falta de confianza, ella no diría nada, o no se fijaría por no mantener los ojos fijos en mi escote, pero me vería medio travestido, y para mí eso sería tremendamente excitante.
Y así estaba yo vestido cuando ella llegó. La verdad es que no pasó del recibidor, pero hablamos unos diez minutos, y ella tuvo tiempo de sobra de ver la ropa que yo llevaba, incluidos los tirantes del camisón, que se podían intuir en relieve sobre mis hombros, al lado del pañuelo, bajo la bata. Y yo, de mostrarme como una chica recatada, con un brazo cruzado sobre el pecho, y el otro, encima de él, sujetando el pañuelo y los dos lados de la bata para que no se abriera mucho y no se viera el camisón. Y abajo, mis zapatillas de paño rojas, con tacón y abiertas por atrás, y las medias, transparentes, aunque no se viera bien si subían más allá de la rodilla, toda una señorita. Charlamos un rato, y ella se fue, y yo, todavía nervioso, porque después de hecho, esas situaciones siempre me parecían demasiado arriesgadas, corriendo a masturbarme.
Un par de semanas más tarde, se repitió la visita, por el mismo asunto. Y yo me vestí igual, pero con un camisón un poco más largo, casi igual que la bata, para obligarme también a tener cuidado por abajo, pues el camisón asomaría en cualquier momento.
Ese día, ella no se quedó en la puerta, sino que aceptó mi temeraria invitación a tomar un café, y pasó al salón, sentándose en el sofá.
Yo me entretuve un rato en la cocina, preparando el café y dudando -¿no sería mejor cambiarme?- y atándome bien la bata, con el cordoncito interior, y con el cinto por fuera. Sabía que iba a ser difícil que se mantuviera cerrada todo el tiempo, sobre todo al estar sentado, pero ya estaba así, y no, no iba a cambiarme. Las braguitas apenas sujetaban mi picha erecta. ¿Y las medias? en cuanto me sentara se vería claramente que subían más allá de las rodillas, que no eran minimedias, sino medias, o pantys. Pero no, no iba a cambiarme. 
Y en cuanto llegué al salón, y me incliné, frente a Marisa, sobre la mesa de centro para dejar la bandeja, los bordes inferiores de la bata se apartaron dejando a la vista el bajo del camisón, de raso crema. Casi se me cayó la bandeja, que dejé precipitadamente para cerrar la bata con las manos y sentarme en el sitio más cercano, un sillón frente a ella, con las piernas bien juntas, como una señorita que no quiere que se le vea nada. Tirando del bajo de la bata para que tapara las rodillas y las medias.
-Perdona que esté así vestido -le dije-, pero es que acabo de ducharme y como ya no voy a salir... 
Ese "así vestido" parecía querer decir en bata, pero en realidad le estaba diciendo en camisón, y era una forma de decir que no estaba disfrazado de nada, que era mi ropa.
-No te preocupes. Todo el mundo se quita la ropa de calle cuando está en casa, para estar más cómodo. Lo primero que hago yo al llegar a casa por la tarde es ponerme el pijama..
Ella hablaba de pijama, y yo no sabía si había entrevisto mi camisón y lo decía con segundas, así que cada vez estaba más nervioso, intentando taparme como fuera con la bata por arriba y por abajo.
Y no sé si fue a propósito (entonces no lo sabía, aunque ahora estoy casi seguro de que sí, de que seguía indicaciones de su amiga), pero de repente su taza de café medio vacía se volcó sobre el cristal de la mesa.
-oh! Cuánto lo siento -dijo, mientras cogía una servilleta de papel para recoger el líquido. Yo, sin darme cuenta de nada más, también me acerqué a la mesa. Cogí otras servilletas y me puse a limpiar inclinado sobre la mesa, repitiendo la postura de antes, pero ahora con las manos ocupadas. de repente me fijé en que ella me miraba fíjamente y supe, sin necesidad de bajar la vista, que la bata se había abierto por abajo, dejando el camisón bien a la vista, y además se abombaba por la parte superior, con idéntico resultado.
-¡dios! -exclamé, dejando las servilletas e intentando volver a colocar bien la bata.
Esbocé una sonrisa, porque no sabía qué decirle. Aquello había pasado directamente de lo morboso a lo vergonzoso.
-No te preocupes. Cada uno se viste como le da la gana. Además, ya te lo había visto antes, y que sepas que con esa bata se te transparenta. Lo digo porque el otro día me di cuenta de lo que llevabas.
-Vaya...
-¡Venga ya! Estoy segura de que tú también lo sabías. ¿De verdad creías que no me iba a dar cuenta?
-Pensé que no te fijarías. Tampoco pensaba que fuéramos a hablar tanto rato.
-Oye, si no estás cómodo me voy ya, y el próximo día quedamos en un bar.
-No, no, por favor. Yo estoy bien, ya he pasado la vergüenza. No te vayas tan pronto... bueno, si no tienes algo que hacer. Dios, ¿qué pensarás de mí?
-Hombre, es un poco raro pero me da igual, pero dime, ¿siempre andas en camisón en casa?
-Casi siempre cuando estoy solo.
-Es que a mí no me resulta tan cómodo...
-Bueno, no es sólo la comodidad. También me gusta.
-Ah, o sea, que eres un poco travesti.
-Sí, se puede decir que un poco, pero siempre en casa.
-A lo mejor me meto donde no me llaman, pero es la curiosidad...
-No te preocupes. Pregunta lo que quieras. total... ya me has visto así.
"No te preocupes", dije, como si pudiera parecerme mal, cuando en realidad estaba encantado de estar así vestido delante de una casi extraña, el camisón, las medias, y ya sin cruzar ningún brazo, dejando que el bulto del sujetador se marcara bien... y además hablando de eso.
-Es que eres el primer tío que conozco que se viste así. Y la verdad es que cuando nos hemos visto por ahí nunca habría imaginado que tú fueras gay.
-¿Gay? no, no. No lo soy. Sólo me gusta la ropa de chica.
-¿Y te pones más ropa, además de la bata y el camisón?
Quince minutos más tarde, le había contado a Marisa que me gustaba vestirme de mujer completamente, y ella había sido tan comprensiva y amable que le prometí que la próxima vez que pasara por casa, la recibiría bien vestido, nada de camisón, sino con un vestido, como debe ser.
-¿Y te importa que traiga a una amiga?
-¿Qué?
-Sí, verás. Tengo una amiga a la que le interesan mucho estas cosas.
Sonreí, porque no sabía qué contestar.
-¿Los hombres travestidos?
-Sí, bueno. el otro día, cuando hablamos en la puerta, yo vi que debajo llevabas un camisón. Como tampoco dijiste nada, y me recibiste así, a mí, casi una desconocida, pues pensé que no te importaría que lo comentara con mi amiga. Por supuesto, sin decirle de quién se trataba. Y además, ella es superdiscreta.
-Ya.
-Y lo sorprendente es que me dijo que cuando yo volviera aquí, seguro que estarías con más ropa de chica. Es que ella conoce a alguna otra persona que le gusta lo que a ti. Y me dijo eso, que te preguntara si te importaba que viniera otro día, que le gustaría conocerte, que seguro que os llevábais bien.
el morbo se multiplicaba por mucho, porque ya no era sólo encontrarme con alguien a la puerta de casa... a lo mejor debí pensarlo más, pero no vi peligro por ninguna parte, y acepté.
Y claro, no perdí el tiempo. En cuanto apareció otra carta para ella en el buzón (publicidad desechable, pero me daba igual), la llamé corriendo, y quedamos. Ella no mencionó para nada nuestro trato, lo que me pareció elegante, a la vez que sugerente.
Me vestí para la ocasión, después de afeitarme concienzudamente. Sujetador, braguitas, medias negras con blonda, una combinación y un vestido camisero, con un pañuelo al cuello y los labios con un ligero tono rosa.
Con cinco minutos de retraso llamó al interfono.
-Soy Marisa.
Le abrí el portal y esperé con impaciencia detrás de la puerta. Sonó el timbre y abrí, medio oculto por la puerta por si aparecía algún vecino. No había vecino alguno. Y tampoco estaba sola Marisa: la otra mujer estaba con ella.
-Hola, Andrés -me saludó sonriente.
Con mi vestido azul estampado abrí completamente la puerta y me mostré delante de aquella otra chica a la que no conocía de nada.
-Esta es mi amiga Teresa.
-Hola
-Hola. Me había hablado Marisa de ti y me moría por conocerte. Te sienta muy bien ese vestido -dijo Teresa; y sin esperar a que las invitara, pasaron las dos hacia el salón.
Las seguí y cuando estaban sentadas en el sofá, conmigo delante de pie, sin saber qué hacer con las manos, les pregunté:
-¿Un café?
-Sí, gracias -dijo Marisa.
Me fui a la cocina a preparlo, cuando vi que Teresa se vino detrás de mí.
-¿Te echo una mano?
-No hace falta, gracias -dije, nervioso al verla allí mirándome.
-Espera, que te arreglo el vestido, que lo tienes un poco recogido por detrás.
Antes de que yo pudiera reaccionar, ella estaba detrás, teóricamente alisándome y estirándome el vestido.
-Gracias.
-¿No tienes un delantal? Te vendría muy bien para servir el café.
-Sí, tengo uno, pero vamos, no creo que para esto...
-Tráelo, que una chica como tú siempre ha de estar cuidadosamente vestida.
"Una chica como tú...", esa expresión me encantó, y el tono de Teresa no era el de sugerir, ni rogar. Aunque dicho con mucha amabilidad, sonó a orden. Y eso también me encantó. Entonces no me di cuenta, pero Teresa sabía de mí mucho más de lo que yo podía suponer. De hecho, su tono habría resultado sumamente extraño para alguien desconocido, pero no tardé mucho en comprobar que ella estaba tanteando, que Marisa ya le había dicho muchas cosas, y que yo iba a salir airoso (o lo contrario, depende de cómo se mire) de la prueba.
Fui a mi cuarto y cogí un pequeño delantal blanco, de camarera, y con él volví a la cocina.
-¿Ves? Esto tampoco protege mucho -dije, por decir algo, mientras extendía el delantal delante de mí.
Teresa lo cogió.
-te quedará perfecto.
Me pasó la cinta de arriba por la cabeza y se puso detrás de mí cogiendo con sus manos los dos extremos del cinturón para atarlos con un lazo que ató con fuerza. Una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo y no sé si llegué a estremecerme, ni si ella lo notó. Me agarró suavemente por un brazo y me hizo girar hasta estar frente a frente.
-Mucho más guapa así, para servirnos el café, ¿no te parece?
Yo no sabía qué hacer, ni qué decir, porque aquello era como un sueño y no quería estropearlo.
-Sí, gracias.
-Hala. Ahora ya puedes servirnos el café a nosotras dos.
Se fue al salón y yo me quedé flotando a la cocina y, sin darme cuenta de sus últimas palabras, preparé el café para los tres, volví con la bandeja y la dejé sobre la mesa para servirnos.
-¿Tres tazas? -dijo Teresa.
La miré extrañado.
-Solo somos dos las que vamos a tomar café, Andrés. Llévate la taza a la cocina, anda. el platito puedes dejarlo aquí.
Hubo varios momentos en los que seguramente debí parar, decir ya está bien, y cortar con aquello. Pero la verdad es que seguía gustándome. De repente me veía en un juego (yo creía que era un  juego) con el que tantas veces había fantaseado, y no tenía ganas de parar. Pero el juego lo llevaba Teresa, y cómo! ella no quería perder el tiempo. Iba a hacerme un examen rápido, sin que yo me enterara.
-Claro -fue lo único que dije, recogí el cubierto que sobraba, lo llevé a la cocina y volví al salón, donde ellas esperaban sin decir nada. desde luego que quería jugar.
-Sírvenos el café, Andrés... o, perdona, seguramente hay un nombre que te va mejor con esa ropa, ¿verdad?
-Bueno...
-Dinos como te llamas, bonita.
Y casi sin querer, con la cabeza inclinada, y en un susurro, le dije a Teresa el nombre que yo me solía poner en mis fantasías.
-Sophie.
-¿Perdón?
-Sophie -repetí en voz alta y clara.
-Muy bien, Sophie. Ven, ponte de rodillas aquí, al lado de la mesa, y sírvenos el café.
Era una orden. Sonaba natural, porque la mesa era pequeña, pero me había dicho: ponte de rodillas. ¿Qué parte del examen era esa? Tendría que haber dicho: no hace falta, acercaré este puf y me siento en él, y seguramente ahora seguiría con mi vida de antes. Pero me arrodillé delante de ellas, más bien delante de Teresa, porque Marisa no había vuelto a abrir la boca, y les serví sin levantar la cabeza ni un momento.
-Muy bien, Sophie. Eres una sirvienta maravillosa. ¿Quieres tú un café?
-Me da igual.
-Conozco gente a los que les encanta tomar el café en el plato, como si fuera un perrito. ¿Te gustaría probar?
-No sé...
-Seguro que sí, ya verás como te gusta. ¿No lo has hecho nunca?
-No -mentí, porque sí que lo había hecho, cientos de veces en mis fantasías (yo reducido a ser una perrita de un ama), y alguna vez en realidad, pero siempre solo.
-Pues yo creo que te va a gustar, aquí de rodillas delante de nosotras. Aunque seguramente debería ordenártelo.
Ordenármelo. Por suerte no podían ver mi picha completamente erecta, dura, excitadísima.
Puso un poco de café en el plato.
-Bébete eso sin manos, Sophie. Como una perrita. A ver qué tal lo haces.
el plato estaba en la mesa, y yo de rodillas delante. Me incliné sobre él hasta que pude saborearlo con la lengua,
-Muy bien. Bébetelo todo, así con la lengua
Y sorbiendo como un perro fui tomándome aquel café que tanto iba a cambiar mi vida.
-Ahora retírate hasta aquel rincón y te arrodillas de cara a la pared con la cabeza inclinada y las manos atrás, que Marisa y yo tenemos cosas que hablar.
Este también fue un buen momento para acabar, entonces que todavía podía hacerlo, pero las sensaciones que recorrían mi cuerpo, y la excitación brutal que se había instalado en todo mi ser, me lo impedían.
Me puse de rodillas frente a la pared y allí estuve no sé cuánto tiempo, mientras ellas charlaban de gimnasios, amigas, ligues, trabajo... como si yo no estuviera delante, menos cuando Teresa tenía que ordenarme algo.
-Sophie, tráenos un poco de agua.
-Sophie, retira el servicio.
-Sophie, nos vamos, pero no te levantes hasta que hayamos salido. Ha sido todo un placer. El próximo día que llames a Marisa, le dices si quieres que venga yo también a visitarte, ¿de acuerdo?
-De acuerdo, Teresa.
-Nada de confianzas, Sophie. Recuerda que tú eres la sirvienta y yo soy la Señora. ¿de acuerdo, Sophie? Si quieres que vuelva, seré Señora.
-De acuerdo, Señora.
Cuando sentí cerrarse la puerta, me dejé caer. Estaba agotado de estar de rodillas, pero todavía no quería masturbarme porque quería seguir soñando. Lo que acababa de pasarme superaba cualquier expectativa. Uno no sabe cuándo, ni con quién, ni siquiera si pasará alguna vez, pero cuando pasa... Seguí soñando con Teresa y con seguir siendo su criada. No había durado todo más de una hora, pero había sido la hora más maravillosa que podía imaginar y entonces sólo quería que siguiera pasando. Para seguir sintiendo aquel placer más tiempo, no me corrí hasta el día siguiente.
Después de masturbarme todo cambió. Me asombré de hasta qué punto había llegado a ponerme en sus manos, alucinaba con mi temeridad al comportarme así delante de alguien a quién no conocía, alguien con quién podría encontrarme en cualquier sitio, alguien que podía conocer a conocidos míos y contarles... dios! Aunque yo siempre podría negarlo todo, me sentí profundamente avergonzado y bastante preocupado.
Pero pasaron los días, y casi sólo unas horas, y esas sensaciones se evaporaron al comprobar que mi vida cotidiana seguía siendo la de siempre, mientras el recuerdo de aquel rato se hacía más y más placentero.
Como la siguiente carta para Marisa no llegaba, me animé a llamarla para decirle que no había correo, pero que estaría encantado de que se pasara a tomar un café.
-Y si Teresa quiere venir...-no me atreví a decir la Señora.
-Hablaré con ella y te llamo, vale?
-Vale.
Media hora después, era Teresa la que me llamaba para decirme que me esperaba esa tarde en su casa.
-¿Has entendido, Sophie?
¡sophie! se acordaba del nombre y me llamaba por él. estaba claro a quién quería ver: a Sophie.
-sí, Señora.
-Ponte guapa, Sophie.
Y colgó sin que pudiera preguntarle nada más específico. guapa.
Me puse un conjunto de braguitas y sujetador negros con encajes, unas medias del mismo color y una blusa blanca de seda, debajo de un jersey que dejaba ver el cuello de la blusa, una cazadora y los pantalones. ¿Sería eso ir guapa?
A media tarde me presenté en el domicilio de Teresa. Me abrió ella misma la puerta. Tenía la melena rubia recogida con una coleta y un elegante vestido beige, estrecho y hasta las rodillas.
-Marisa todavía no ha llegado. Pasa por aquí al salón.
La seguí y cuando se sentó en el sofá, fui a imitarla, pero me paró:
-No, Sophie. Tú quédate de pie un momento.
-Sí, Señora.
-¿Te has puesto guapa?
-No sé, Señora. Creo que sí.
-¿crees? Pues yo no te veo guapa. Ni siquiera te veo femenina. Esa ropa de hombre no me gusta nada.
-Lo siento, Señora, pero...
-Sólo veo el cuello de una blusa. ¿Tienes más cositas debajo?
-Sí, Señora. Mi ropa interior es femenina.
-¡La ropa interior, por favor! La mitad de los tíos van por ahí con braguitas. Así que las doy por descontadas. ¿Qué más llevas?
-Llevo un sujetador a juego con las bragas, negros, de licra con encajes. Y unas medias.
-¿no serán pantys? No me gustan nada.
-No, Señora, son medias con blonda. Y la blusa, de seda blanca.
-Ya, y todo bien tapadito. ¿Te da vergüenza que se te vea la ropa de chica por la calle?
-Sí, Señora.
-Pero por lo menos podías haber añadido un pañuelo. Por la calle podrías llevarlo metido por dentro de la blusa, y al presentarte aquí, sacártelo. O al llegar a mi casa, haberte quitado el jersey, algún detalle con el que se viera las ganas de agradarme.
-No se me ocurrió, Señora. Y lo siento muchísimo.
-Qué pena. Porque cuando te vi el otro día en tu casa, recibirnos con aquel vestido, y obedecer tan sumisamente, beber como un perrito, creí que podrías interesarme, pero no sé... ahora me vas a resultar un pajillero sin más, te pones unas bragas, te masturbas y ¡hala! aparece de inmediato el macho de siempre.
-No, Señora.
-"No, Señora", ¿qué significa eso? ¿que no utilizas esa ropa para excitarte y masturbarte?
-No, o sea, sí. Quiero decir, que sí hago eso, pero si usted me ordena que no lo haga, no lo haré. El otro día, después de que ustedes se fueran, la sensación de felicidad por haberla obedecido y por la atención que usted me había prestado, era tan fuerte que aguanté sin correrme hasta el día siguiente.
-Ah, sí? Pues para un pajillero eso es mucho aguantar. Y si yo te hubiera dicho que nada de correrte hasta nueva orden...
-No sé, Señora, porque nunca ha sucedido. Pero lo habría intentado con todas mis fuerzas.
-Lo habría intentado. Me gusta tu sinceridad, porque lo fácil habría sido decirme que no te habrías corrido.
-No puedo mentirle, Señora.
-¿Por qué?
-Porque aunque a usted le interese poco, para mí es inmenso placer estar aquí, sufrir sus reprimendas, contestar a sus preguntas, obedecerla...
-¿ah, sí? Me gusta. A lo mejor todavía puedes interesarme.
-Gracias, Señora.
-No vayas a equivocarte. Interesarme como criada por horas, nada más
-Eso sería un sueño, Señora.
-Explícate.
-Porque en vez de vestirme de mujer en casa, solo, o de sirvienta para hacer las cosas de la casa, podría hacerlo para usted, obedeciéndola. Eso es como la mejor de mis fantasías.
-Hombre, me alegro de servirte para que luego te pajees más a gusto.
-No, no, perdóneme, yo la obedecería en todo, también cuando no estuviera aquí.
-Jajaja, ya, te estaba tomando el pelo. Por supuesto que si te dejo ser mi criada, tendría que ser a cambio de controlarte todo el tiempo, no sólo cuando estuvieras delante. Ya sabes, yo sería tu Ama. ¿Es un Ama lo que quieres?
-sí, sí, Señora.
-No sé... aunque con probar no se pierde nada. Me dijo Marisa que eres profesor en un instituto.
-Sí, Señora.
-¿Y tendrías tiempo de venir por aquí a limpiar y todo eso? Porque eso es, al fin y al cabo, lo que a mí más me interesa.
-Tengo las tardes libres, Señora.
-Entonces puedes venir unas horas por aquí cada tarde...
-Sí, Señora.
-Tendrías que usar uniforme, claro. ¿Tienes?
Esa mujer parecía haberse metido en mi mente y apoderarse de mis fantasías.
-No, Señora, pero puedo comprarlo.
-Por supuesto. Pues ahora que sabemos un poco más lo que queremos, volvemos al principio. te he visto poco femenina al llegar, poco femenina para llamarte Sophie.
-Lo siento muchísimo, Señora.
-Lo sé, lo sé. Pero vamos a ver si puedes arreglarlo. Te vas ahora mismo a tu casa y dentro de media hora te quiero ver aquí de nuevo, pero guapa, como te dije.
-Gracias, Señora.
Volé a mi casa, pensando por el camino qué podría añadir, aunque ella me había dado pistas suficientes. Me cambié de medias, poniéndome las más finas que tenía, también negras pero prácticamente transparentes y brillantes, me puse unos vaqueros de chica, muy estrechos, y doblé el bajo casi hasta el tobillo para que las medias se vieran bien, dejé la blusa, pero le añadí un pañuelo rosa, de momento anudado al cuello por dentro de la blusa, y por encima una rebeca de punto, abotonada solo hasta la mitad, con lo que la blusa y el pañuelo ahora sobresalían. Me pinté los labios con carmín marrón, y luego brillo. en caso de apuro siempre podría decir que era cacao.
Todo, con el pensamiento puesto en superar esa prueba. Quería ser la criada de aquella mujer, todo era demasiado bonito como para desperdiciarlo.
Me volví a toda prisa a casa de Teresa. Ya en el portal, me quité la chaqueta y dejé el pañuelo suelto, colgando sobre la blusa. Mientras esperaba el ascensor me vi en un espejo. Si alguien aparecía me vería vestido de mujer, con el sujetador viéndose a través de la blusa, y los pantalones apenas disimulando las medias. Me asusté, y me asusté de haber ido así por la calle, pero ya estaba hecho, y no apareció nadie.
Teresa me abrió la puerta y sonrió:
-Mucho mejor.
Ya en el salón, volvimos a colocarnos como antes, ella sentada, yo de pie en mitad de la habitación.
-Me alegro de que hayas encontrado unos pantalones de mujer, pero ahora quítatelos.
Aquí todavía podría haberlo dejado, pero la erección de mi miembro gritaba lo contrario. Me bajé los pantalones y me los quité con los zapatos, avergonzado completamente por mi erecto pene sobresaliendo de las bragas y apenas tapado por la blusa.
-Esa blusa es muy bonita, pero muy inadecuada para una sirvienta. Quítatela.
Lo hice, y ella se acercó a una mesa y me tendió un vestido de sirvienta rosa con rayitas blancas, un minúsculo delantal blanco con puntillas, y unos zapatos negros de medio tacón.
-He escogido este bonito uniforme para ti, pero sólo si quieres ponértelo, que nadie te está obligando a nada.
Al recordarlo, no puedo por menos de cabrearme conmigo mismo, porque esa era otra oportunidad de dejarlo. La última, como supe después. Pero la tentación entonces, que todavía no tenía ni idea de quién tenía frente a mí, era muy fuerte y todo parecía un juego sacado de mis fantasías.
-Sí, Señora, sí quiero.
-Jajajaja, fíjate que parece que te estás casando, y eso luego es difícil de deshacer. ¿De verdad deseas ser mi sirvienta?
-Sí, Señora, lo deseo.
-¿Y servirme el tiempo que haga falta?
-sí, Señora.
-Y sin sueldo, claro.
-sí, Señora.
-Incluso seguro que quieres sufrir algún castigo cuando no hagas bien las cosas.
-Sí, por favor, Señora.
Sin más palabras, me dio el vestido, con la corta falda cerrada y la parte de arriba con botones, que me puse bajo su divertida mirada. Ella me ató el delantal a la espalda, como el día anterior, con fuerza, y me calcé los zapatos.
-Muy bien, Sophie. Ponte de rodillas que hay que completar el uniforme.
Me puso entonces una cofia de diadema, con puntillas a juego con el delantal.
-Perfecta. Da unos paseos por el salón para que te vea bien. No, espera. Coge este plumero y ve quitando cuidadosamente el polvo de todos los rincones mientras esperamos a Marisa.
Ella se sentó a leer el periódico en un sillón, y yo fui limpiando, como me había dicho, cuidadosamente, cada rincón del salón.
Yo no lo sabía entonces, que vivía encantado y feliz aquella experiencia, pero ya no tenía marcha atrás, y todo dejaría de ser tan bonito en unas pocas horas.

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