Relato de E.
Me despierta el sonido
del móvil. Lo miro corriendo y veo que es MARTA, mi Señora o, más
propiamente, la mujer que se ha adueñado de mí. Inmediatamente me
tiro de la cama y voy al salón. Enciendo la luz y me pongo de
rodillas delante del ordenador mientras muevo el ratón para que se
encienda. La webcam me enfoca y me veo en la pantallita tal como ella
me está viendo en estos momentos: un hombre con el pelo revuelto y
cara somnolienta, vestido con un camisón rosa de tirantes. Me
levanto despacio y me alejo un par de metros para que me vea entero.
Levanto el camisón hasta que se ven las braguitas, hago una
reverencia y espero sus instrucciones. Ella no dice nada y corta la
comunicación. Yo dejo el ordenador encendido y me vuelvo a la cama
con ganas de llorar, porque no sé qué estoy haciendo ni qué voy a
hacer en el futuro. Hasta hace poco tiempo, yo era un tipo normal,
celoso de mi independencia, que me permitía lo mismo disfrutar con
los amigos que ligar con las amigas, y cuyo mayor interés por la
ropa interior femenina era ver cómo les sentaba de bien a las
mujeres. Ahora, sólo era una criada de MARTA, cualquier rastro de
independencia era un sueño lejano, y sólo tenía sexo, contra mi
voluntad, con David, otro hombre esclavizado del que me habían
convertido en su esposa. Me duermo pensando que no puedo más, que
tengo que escapar de esto, pero no se me ocurre cómo. Y mañana
tendré que volver al instituto con mi ropa afeminada, que ya ni
siquiera causa extrañeza entre compañeros y alumnos.
Hace unos meses, en
octubre, MARTA, que es la directora del instituto donde trabajo,
entró en mi despacho con cara de gran preocuación.
—Andrés, hemos perdido los papeles
de la beca de un chaval.
La miré sin mucho interés.
—¡Qué se le va a hacer! —le dije— Tendrían que haber comprobado que estaban en la lista hace meses, no?
—Sí, pero vamos a quedar fatal. Harán una reclamación y a lo mejor hasta una denuncia. ¿No habría una forma de solucionarlo aquí? Son sólo 200 euros.
—¿Quieres decir que le demos nosotros el dinero? —pregunté escéptico.
—Nosotros no. El instituto. Seguro que en las cuentas podemos duplicar una factura por esa cantidad.
Yo soy el secretario del insti, y el tema del dinero es responsabilidad mía, aunque también de la directora. Y ella insistió:
—Cualquier factura de papel, de las que tenemos por docenas. Ponemos una dos veces, como si fuera un error que sabes que nadie va a mirar.
Eso era cierto, las cuentas del insti las miraba el consejo escolar, pero de lejos, de muy lejos.
—No sé... tú eres la directora.
—Sólo lo vamos a saber tú y yo, y es por una buena causa. Yo creo que es mejor así. Nos quitamos muchos líos de encima.
Y eso hicimos, sin el menor problema. Le di a ella los 200 euros de caja para que se los diera a los padres del niño, como si por error nos hubieran ingresado a nosotros su beca. Y llegó el final de año, el momento de presentar las cuentas, y obviamente nadie miró nada, como siempre. Y yo seguía tranquilamente, sin tener ni idea de lo que se me venía encima.
La miré sin mucho interés.
—¡Qué se le va a hacer! —le dije— Tendrían que haber comprobado que estaban en la lista hace meses, no?
—Sí, pero vamos a quedar fatal. Harán una reclamación y a lo mejor hasta una denuncia. ¿No habría una forma de solucionarlo aquí? Son sólo 200 euros.
—¿Quieres decir que le demos nosotros el dinero? —pregunté escéptico.
—Nosotros no. El instituto. Seguro que en las cuentas podemos duplicar una factura por esa cantidad.
Yo soy el secretario del insti, y el tema del dinero es responsabilidad mía, aunque también de la directora. Y ella insistió:
—Cualquier factura de papel, de las que tenemos por docenas. Ponemos una dos veces, como si fuera un error que sabes que nadie va a mirar.
Eso era cierto, las cuentas del insti las miraba el consejo escolar, pero de lejos, de muy lejos.
—No sé... tú eres la directora.
—Sólo lo vamos a saber tú y yo, y es por una buena causa. Yo creo que es mejor así. Nos quitamos muchos líos de encima.
Y eso hicimos, sin el menor problema. Le di a ella los 200 euros de caja para que se los diera a los padres del niño, como si por error nos hubieran ingresado a nosotros su beca. Y llegó el final de año, el momento de presentar las cuentas, y obviamente nadie miró nada, como siempre. Y yo seguía tranquilamente, sin tener ni idea de lo que se me venía encima.
Me había olvidado por
completo del tema, cuando en febrero MARTA me llamó a su despacho.
—Andrés, he visto una irregularidad
en las cuentas, de la que no tendré más remedio que informar a
inspección.
—¿Qué?
—Sí. Supongo que fue por un error involuntario tuyo, que ya explicarás cuando te inicien el expediente. Pero yo no puedo callarme esto, porque si no, yo sería la responsable.
—¿Expediente? No entiendo nada.
—Mira este cargo de 200 euros —me enseñaba el libro de cuentas—. Los justificaste con una factura que ya habías cargado antes.
—Pero eso —casi me entró la risa—, eso es de aquella beca que pagamos nosotros, ¿no te acuerdas?
Ella me miró muy seria.
—No sé de qué me hablas, Andrés. Aquí hay una factura que aparece como pagada dos veces, con tu firma. Obviamente es un error, porque no creo que fueras a poner en peligro tu trabajo y tu carrera por 200 euros, pero habrá que informar. Ya sabes que la gente está muy sensibilizada con lo de la corrupción.
No podía creerme lo que estaba oyendo, y mi indignación iba creciendo por momentos. Por aquel entonces era una indignación sana. No se me ocurría en lo más lejano que me estuvieran tomando el pelo, sino simplemente en que la falta de memoria de MARTA o su descuido me hacía parecer culpable a mí.
—Ahora mismo dimito de secretario, pondré los 200 euros de mierda y preferiría no volver a hablar contigo de este tema.
—No, Andrés, no es tan fácil. Seguro que al final tendrás que ponerlos, pero habrá también alguna sanción. No creo que sea muy dura, por esa cantidad.
—¿Quieres decir que voy a aparecer como un ladrón de 200 miserables euros?
—Bueno... aquí están las cuentas, no es nada que yo me invente. Pero si vas a empezar a gritar, mejor terminamos esta entrevista y ya tendrás noticias de la dirección provincial.
Empezaba a enfurecerme de verdad, aunque suponía que ese dinero no era para llegar a ningún sitio.
—Dios!! ¿Pero... has dado parte de esa bobada?
—No, quería hablar antes contigo, a ver si encontrábamos una solución. Te aprecio como compañero y creo que como amigo.
—No digas eso, cuando sabes perfectamente lo que pasó.
—Yo no sé nada, pero a ver, ¿qué quieres que haga, que lo deje así, a la espera de que una inspección rutinaria de hacienda se dé cuenta?
—Puedes dejarlo así, porque sabes que eso no va a suceder.
—¿Sabes? Voy a pensarlo. Mañana o pasado te diré si he encontrado una solución.
—La solución es obvia, MARTA.
—Debe de ser que a tus treinta años ve ve todo fácil, pero yo ya tengo cincuenta, muchos años trabajados aquí y sé que nada es tan fácil. No hagas nada, sigue con tu trabajo normal, hasta que te avise.
—Pienso dimitir. Y esto es una tontería a la que no voy a prestar más atención.
—No te precipites, no sea que luego no haya ninguna solución. Vamos a llevarlo con discreción.
—¿Qué?
—Sí. Supongo que fue por un error involuntario tuyo, que ya explicarás cuando te inicien el expediente. Pero yo no puedo callarme esto, porque si no, yo sería la responsable.
—¿Expediente? No entiendo nada.
—Mira este cargo de 200 euros —me enseñaba el libro de cuentas—. Los justificaste con una factura que ya habías cargado antes.
—Pero eso —casi me entró la risa—, eso es de aquella beca que pagamos nosotros, ¿no te acuerdas?
Ella me miró muy seria.
—No sé de qué me hablas, Andrés. Aquí hay una factura que aparece como pagada dos veces, con tu firma. Obviamente es un error, porque no creo que fueras a poner en peligro tu trabajo y tu carrera por 200 euros, pero habrá que informar. Ya sabes que la gente está muy sensibilizada con lo de la corrupción.
No podía creerme lo que estaba oyendo, y mi indignación iba creciendo por momentos. Por aquel entonces era una indignación sana. No se me ocurría en lo más lejano que me estuvieran tomando el pelo, sino simplemente en que la falta de memoria de MARTA o su descuido me hacía parecer culpable a mí.
—Ahora mismo dimito de secretario, pondré los 200 euros de mierda y preferiría no volver a hablar contigo de este tema.
—No, Andrés, no es tan fácil. Seguro que al final tendrás que ponerlos, pero habrá también alguna sanción. No creo que sea muy dura, por esa cantidad.
—¿Quieres decir que voy a aparecer como un ladrón de 200 miserables euros?
—Bueno... aquí están las cuentas, no es nada que yo me invente. Pero si vas a empezar a gritar, mejor terminamos esta entrevista y ya tendrás noticias de la dirección provincial.
Empezaba a enfurecerme de verdad, aunque suponía que ese dinero no era para llegar a ningún sitio.
—Dios!! ¿Pero... has dado parte de esa bobada?
—No, quería hablar antes contigo, a ver si encontrábamos una solución. Te aprecio como compañero y creo que como amigo.
—No digas eso, cuando sabes perfectamente lo que pasó.
—Yo no sé nada, pero a ver, ¿qué quieres que haga, que lo deje así, a la espera de que una inspección rutinaria de hacienda se dé cuenta?
—Puedes dejarlo así, porque sabes que eso no va a suceder.
—¿Sabes? Voy a pensarlo. Mañana o pasado te diré si he encontrado una solución.
—La solución es obvia, MARTA.
—Debe de ser que a tus treinta años ve ve todo fácil, pero yo ya tengo cincuenta, muchos años trabajados aquí y sé que nada es tan fácil. No hagas nada, sigue con tu trabajo normal, hasta que te avise.
—Pienso dimitir. Y esto es una tontería a la que no voy a prestar más atención.
—No te precipites, no sea que luego no haya ninguna solución. Vamos a llevarlo con discreción.
Al día siguiente, por la
tarde, sonó el teléfono de mi casa. Era MARTA.
—¿Andrés?
—Sí.
—Ven ahora mismo a mi casa, calle Mayor, 73, primero, que ya sé cómo podemos solucionarlo.
Colgó inmediatamente, sin añadir nada más, ni preguntar si podía ir en ese momento. No debí haber ido, tenía que haber hecho lo que pensé: dimitir, tirarle el dinero a la cara y olvidarlo todo. Pero pensé que si se podía arreglar por las buenas sería mejor. Fui inmediatamente a su casa, con ganas de acabar con aquella historia que no me había dejado dormir aquella noche. Me abrió vestida con su traje chaqueta de siempre, como si siguiera en el despacho. Me hizo pasar al salón, donde me encontré con Pilar, otra profesora del instituto, muy amiga de MARTA, y con un hombre al que no conocía. Me indicó que me sentara en un puf, mientras ellas lo hacían en el sofá y el hombre permanecía en pie. MARTA era una mujer fuerte y grande, algo gruesa sin llegar a ser gorda. Pilar, también alta, pero más delgada.
—Bueno, Andrés. Voy a serte sincera, aquí y ahora. El resto del tiempo mantendré la historia que te conté ayer en el despacho, ya sabes, lo de la extraña desaparición de ese dinerillo, unido a la falta de confianza, al disgusto que me has dado, etc etc. No sé si tú tendrás muchos amigos en la dirección provincial, pero yo sí, yo tengo muchos amigos que no dudarán en hacerme un favor, por lo que te puedo asegurar que lo vas a pasar muy mal. La sanción mínima puede ser de un par de años sin empleo y sueldo, aunque vete a saber, porque seguro que hay gente dispuesta a demostrar lo inflexibles que son en cuanto a la menor corrupción.
Todo me sonó muy extraño. De repente la cantidad de dinero era lo de menos. De hecho, ni la mencionó, pero hizo especial hincapié en los amigos que tenía en la dirección provincial, y me extrañó lo de su sinceridad.
—¿Vas a ser sincera?
—Aquí y entre nosotros, nada más. Para empezar, por supuesto que no soy tonta, y sé lo que pasó con ese dinero. Yo estaba allí, ¿te acuerdas?
—Pues claro, joder, ...
—chssssss, no rechistes, sólo escucha —ahí es donde empezó a no cuadrar algo, cuando reconocía saber lo que pasó con el dinero y al mismo tiempo era cuando más autoritaria se ponía conmigo—. Sé lo que pasó, pero será tu palabra contra la mía, y yo no he firmado ninguna factura duplicada. En fin, ya supondrás que no había ningún problema con las becas. Con aquel dinerito nos dimos una buena cena Pilar y yo, y bien que nos lo pasamos saboreando esto que está sucediendo ahora.Nos reímos de ti a conciencia, por tonto. Mírate, a tu edad, tan mono, con todas las alumnas detrás de ti, y con muchas profesoras jóvenes que llegan al instituto, ligando con todas, tan orgulloso. Así que planeamos, nosotras, a las que nunca miras, darte una lección, que es ésta, precisamente. Vamos a darte una cura de humildad y de educación, vamos a castigar al niño chulito y ligón, para que se parezca más a una niña recatada y obediente. Pero sólo si tú quieres, claro. Si no quieres, ya sabes cómo va a ir todo.
Yo asistía incrédulo a aquel discurso sin saber muy bien qué quería decir, ni tener ni idea de por dónde tiraría. Y por supuesto, me había quedado sin palabras ¿de qué estaba hablando, de educarme, de una cura de humildad? Creo que en algún momento llegó a parecerme gracioso. No sabía cómo estaba de equivocado!
—En fin, que uno hace un día algo pensando que no es importante, y ese algo le cambia la vida. Ahora tú tienes que decidir si te la cambia un poquito, para que nosotras estemos contentas, o te la cambia mucho, tanto que a lo mejor tienes que ir buscándote otro trabajo, y no es fácil. Así que contesta, ¿harás lo que te digamos, o seguimos para adelante con el expediente, a ver qué pasa?
Aquello era una pregunta directa, y yo seguía sin entender.
—¿Hacer lo que vosotras digáis? ¿O un expediente? No entiendo nada.
—Te lo resumiré: Tengo amigos en inspección que pueden iniciarte un expediente por ese dinero, y sobre todo porque de ese nos hemos dado cuenta, pero no sabemos cuánto más habrás robado. Y si no quieres este expediente, harás lo que te digamos.
Creo que entonces empecé a entender que iban a chantajearme. Lo que no sabía era hasta qué punto.
—Sois...
—chsssss!! No lo empeores.
—Es que así, sin saber qué queréis que haga...
—Pues en realidad, poca cosa. Es como un castigo, ya que has sido un mal niño. Vendrás por aquí algunos días, a hacer algunos trabajos extras, simplemente. Y un pequeño cambio de actitud en el instituto, ya sabes, prestarnos más atención a nosotras que a las jovencitas que andan por allí.
La miraba sin saber a dónde quería llegar.
—Unos trabajos extras. ¿Corregir vuestros exámenes, por ejemplo?
—Por ejemplo. O cualquier otra cosa que te ordenemos. Y no durará mucho, tranquilo, que no somos tan malas. Unas semanas, como mucho, lo necesario para darte una pequeña lección, para enseñarte cómo se comporta un niño bueno, o mejor, una niña buena. Yo creo que es preferible a embarcarte en un expediente del que vas a salir bastante mal. ¿De acuerdo?
No presté atención al matiz del género que había incluido. Debí haberlo hecho.
—Tendría que pensarlo, y consultar con alguien a ver si eso...
—Eso siempre puedes hacerlo, no te preocupes. Aunque ahora digas que sí, mañana podrás volverte atrás. Pero si ahora dices que no quieres recibir nuestro castigo, ya no habrá vuelta atrás. Contesta.
Me costó pronunciarme, pero juzgué, equivocadamente, que era más fácil corregirles unos exámenes o, yo qué sé, lavarles el coche, que pelearme con inspección en un expediente.
—De acuerdo, cumpliré el castigo ya que he caído como un bobo en vuestra trampa. ¿Qué tengo que hacer?
—Es muy fácil: Obedecernos, a Pilar y a mí, siempre, en todo. Mientras lo hagas, todo irá bien. Cuando no quieras hacerlo, tiraremos por el otro lado. ¿A qué es fácil?
—No sé, depende de lo que me pidáis.
—En primer lugar, nosotras no pedimos, sino que ordenamos. Y en segundo lugar, se acabó el tuteo. En público nos puedes llamar por nuestros nombres, aunque siempre de usted, y de momento. Pero en privado seremos siempre Señora. Esperemos que no haga falta que también sea así en público. Ahora te vas a levantar y nos vas a servir el café. Mira, ahí encima de la mesa hay un delantal. Cógelo y acércate.
Me quedé estupefacto, sin levantarme ni hacer nada, porque eso era algo totalmente inesperado.
—Andrés, cuanto antes aprendas, antes estaremos contentas y terminará el castigo. Si tenemos que repetir las órdenes, es que no aprendes, ¿entiendes? Coge ese delantal y acércate con él.
Cogí el delantal y me acerqué a donde estaba MARTA, que se levantó del sillón. Cogió la prenda y me metió la parte de arriba por la cabeza, me dio la vuelta y ató cuidadosamente el delantal atrás. Me llevó hasta la cocina y me indicó dónde estaban las cosas.
Todavía alucinado, preparé una cafetera y puse cuatro servicios en una bandeja. Me fui al salón con ella.
—Pero hombre, ¿por qué traes cuatro tazas? ¿No ves que somos tres? Deja ahí la bandeja y vete a la cocina a fregar los cacharros de la comida.
En ese momento fui consciente de lo que esperaban de mí, o lo que querían hacer conmigo. Me dieron ganas de mandarlas a la mierda, pero no dije nada, volví a la cocina y me puse a fregar. Creo que de alguna manera pensaba que esa broma no iba a durar más que ese día. Por eso podía llamarlas Señora y hablarles de usted. Volví al salón.
—Ya he terminado, Señoras.
—Veo que tienes mucho que aprender, Andrés. Por ejemplo, nunca debes interrumpirnos. Si tienes algo que decir, te acercas a la puerta y esperas a que te preguntemos.
—Sí.
—¡Señora!
—Sí, Señora.
—Muy bien, pues ya sabes. Espera en la puerta, y sin apoyarte en ningún sitio. Cuando estés esperando, siempre bien recto, con las manos atrás y la cabeza inclinada.
Me tuvieron quince minutos esperando de pie en la puerta. Tiempo más que suficiente para que hiciera un breve repaso a lo que estaba sucediendo, y que me parecía una película. Estaba claro que por alguna razón me odiaban y yo, inocente, les había dado argumentos para aprovecharse de mí. Esto era algo que en mi visión de las cosas sucedía entre niños y adolescentes: unos abusaban de otros para humillarlos, para que les hicieran los deberes, para quitarles dinero... pero no entre adultos, excepto, claro, cuando alguien chantajeaba a otro... a lo mejor era eso. Las dos mujeres (el papel del marido de Pilar no lo veía claro, excepto para evitar alguna escena medio violenta por mi parte) estaban resultando unas harpías que querían abusar de mí como si estuviéramos en el recreo. Era un juego maquiavélico en el que en realidad no sabía qué esperaban de mí, y sobre todo, no sabía el tiempo que pensaban tenerme así, y eso empecé a verlo como fundamental. Podría seguirles el juego ese día, y a lo mejor otro, o incluso pasarme una semana sirviéndoles el café a aquellas dos, y fregándoles, pero si iba a ser más tiempo, mejor terminar cuanto antes, ya mismo, y contar la verdad de lo sucedido, de todo lo sucedido...
—Quítate el delantal y vete —dijo de pronto MARTA.
—¡Espera! —intervino por primera vez Pilar. Se acercó hacia mí con un pañuelo que cogió de una silla— Como he visto que eres aficionado a llevar fulares y cosas así al cuello, quiero que mañana lleves este pañuelo de MARTA.
Me colocó el pañuelo de algo parecido a seda, en tonos blancos y rojos, alrededor del cuello.
—Llevarlo mañana, ¿a dónde?
—Al instituto, Andrés, al instituto. Ya sabes, Andrés, algunos deberes aquí y allá, y un pequeño cambio de actitud, a lo que sin duda te ayudará cambiar también un poco tu look. Siempre es bueno tener un poco de vergüenza de sí mismo, esto ayuda a la imprescindible humildad de un buen niño.
—Y de una buena niña —añadió MARTA desde la mesa.
Me quedé mirando el pañuelo sin saber si podía quitármelo —y empezaba a entender tanta alusión a ser una buena niña— ya o debía esperar a salir.
—Señora... —dije.
—¿Tienes algo que preguntar, Andrés?
—Sí, Señora. Que cuánto...
—Chsss, calla, maleducado, y espera a que te demos permiso.
Pilar se retiró y me dejó allí plantado de nuevo, en el puerta, de pie, con las manos atrás y la cabeza inclinada y ahora con mi bonito pañuelo colgando del cuello. Ellas siguieron charlando, sin que el marido metiera baza, y un buen rato después, Pilar se volvió hacia mí:
—Dime, cariño, ¿qué querías preguntar?
Me sorprendió el apelativo, dicho casi como se le dice a un niño chico, e hice mi pregunta:
—Han dicho ustedes que mi castigo —remarqué la palabra, todavía incrédulo— durará unas semanas como mucho, pero ¿cómo puedo estar seguro de que no va a ser más tiempo?
—No puedes estar seguro, Andrés, pero piensa un poco, hombre —contestó Nati—. En el peor de los casos, como mucho mucho, y si tardas en aprender, ya sabes que a finales de marzo cierran y certifican las cuentas en la dirección provincial. A partir de ahí, nadie querría remover una cosa así por algo tan insignificante y no tendríamos fuerza para obligarte a nada. Te reñiría el inspector y ya.
—¿A finales de marzo? Pero eso son dos meses, Señora.
—En primer lugar, he dicho que como mucho mucho, si no aprendes. En segundo lugar, si sigues discutiendo estará claro que no aprendes nada. De ti depende que sea una semanita, dos, o dos meses. A ver si aprendes.
Agaché la cabeza y no dije nada más.
—Muy bien, eso nos gusta mucho más. Ahora vete y mañana no te olvides del precioso pañuelo que te he prestado.
Ya estaba saliendo por la puerta cuando Pilar me alcanzó y me dijo en voz baja:
—Y otra cosa importante. Como ves, yo ya tengo mi maridito, pero MARTA está soltera desde que se separó hace unos años. Seguro que agradece cualquier atención tuya, sobre todo en público, y eso la ablanda y te reduce el castigo. Se tiene que notar, no sólo que es tu Señora, sino que estás encantado con ella. Tú ya me entiendes.
—Sí.
—Ven ahora mismo a mi casa, calle Mayor, 73, primero, que ya sé cómo podemos solucionarlo.
Colgó inmediatamente, sin añadir nada más, ni preguntar si podía ir en ese momento. No debí haber ido, tenía que haber hecho lo que pensé: dimitir, tirarle el dinero a la cara y olvidarlo todo. Pero pensé que si se podía arreglar por las buenas sería mejor. Fui inmediatamente a su casa, con ganas de acabar con aquella historia que no me había dejado dormir aquella noche. Me abrió vestida con su traje chaqueta de siempre, como si siguiera en el despacho. Me hizo pasar al salón, donde me encontré con Pilar, otra profesora del instituto, muy amiga de MARTA, y con un hombre al que no conocía. Me indicó que me sentara en un puf, mientras ellas lo hacían en el sofá y el hombre permanecía en pie. MARTA era una mujer fuerte y grande, algo gruesa sin llegar a ser gorda. Pilar, también alta, pero más delgada.
—Bueno, Andrés. Voy a serte sincera, aquí y ahora. El resto del tiempo mantendré la historia que te conté ayer en el despacho, ya sabes, lo de la extraña desaparición de ese dinerillo, unido a la falta de confianza, al disgusto que me has dado, etc etc. No sé si tú tendrás muchos amigos en la dirección provincial, pero yo sí, yo tengo muchos amigos que no dudarán en hacerme un favor, por lo que te puedo asegurar que lo vas a pasar muy mal. La sanción mínima puede ser de un par de años sin empleo y sueldo, aunque vete a saber, porque seguro que hay gente dispuesta a demostrar lo inflexibles que son en cuanto a la menor corrupción.
Todo me sonó muy extraño. De repente la cantidad de dinero era lo de menos. De hecho, ni la mencionó, pero hizo especial hincapié en los amigos que tenía en la dirección provincial, y me extrañó lo de su sinceridad.
—¿Vas a ser sincera?
—Aquí y entre nosotros, nada más. Para empezar, por supuesto que no soy tonta, y sé lo que pasó con ese dinero. Yo estaba allí, ¿te acuerdas?
—Pues claro, joder, ...
—chssssss, no rechistes, sólo escucha —ahí es donde empezó a no cuadrar algo, cuando reconocía saber lo que pasó con el dinero y al mismo tiempo era cuando más autoritaria se ponía conmigo—. Sé lo que pasó, pero será tu palabra contra la mía, y yo no he firmado ninguna factura duplicada. En fin, ya supondrás que no había ningún problema con las becas. Con aquel dinerito nos dimos una buena cena Pilar y yo, y bien que nos lo pasamos saboreando esto que está sucediendo ahora.Nos reímos de ti a conciencia, por tonto. Mírate, a tu edad, tan mono, con todas las alumnas detrás de ti, y con muchas profesoras jóvenes que llegan al instituto, ligando con todas, tan orgulloso. Así que planeamos, nosotras, a las que nunca miras, darte una lección, que es ésta, precisamente. Vamos a darte una cura de humildad y de educación, vamos a castigar al niño chulito y ligón, para que se parezca más a una niña recatada y obediente. Pero sólo si tú quieres, claro. Si no quieres, ya sabes cómo va a ir todo.
Yo asistía incrédulo a aquel discurso sin saber muy bien qué quería decir, ni tener ni idea de por dónde tiraría. Y por supuesto, me había quedado sin palabras ¿de qué estaba hablando, de educarme, de una cura de humildad? Creo que en algún momento llegó a parecerme gracioso. No sabía cómo estaba de equivocado!
—En fin, que uno hace un día algo pensando que no es importante, y ese algo le cambia la vida. Ahora tú tienes que decidir si te la cambia un poquito, para que nosotras estemos contentas, o te la cambia mucho, tanto que a lo mejor tienes que ir buscándote otro trabajo, y no es fácil. Así que contesta, ¿harás lo que te digamos, o seguimos para adelante con el expediente, a ver qué pasa?
Aquello era una pregunta directa, y yo seguía sin entender.
—¿Hacer lo que vosotras digáis? ¿O un expediente? No entiendo nada.
—Te lo resumiré: Tengo amigos en inspección que pueden iniciarte un expediente por ese dinero, y sobre todo porque de ese nos hemos dado cuenta, pero no sabemos cuánto más habrás robado. Y si no quieres este expediente, harás lo que te digamos.
Creo que entonces empecé a entender que iban a chantajearme. Lo que no sabía era hasta qué punto.
—Sois...
—chsssss!! No lo empeores.
—Es que así, sin saber qué queréis que haga...
—Pues en realidad, poca cosa. Es como un castigo, ya que has sido un mal niño. Vendrás por aquí algunos días, a hacer algunos trabajos extras, simplemente. Y un pequeño cambio de actitud en el instituto, ya sabes, prestarnos más atención a nosotras que a las jovencitas que andan por allí.
La miraba sin saber a dónde quería llegar.
—Unos trabajos extras. ¿Corregir vuestros exámenes, por ejemplo?
—Por ejemplo. O cualquier otra cosa que te ordenemos. Y no durará mucho, tranquilo, que no somos tan malas. Unas semanas, como mucho, lo necesario para darte una pequeña lección, para enseñarte cómo se comporta un niño bueno, o mejor, una niña buena. Yo creo que es preferible a embarcarte en un expediente del que vas a salir bastante mal. ¿De acuerdo?
No presté atención al matiz del género que había incluido. Debí haberlo hecho.
—Tendría que pensarlo, y consultar con alguien a ver si eso...
—Eso siempre puedes hacerlo, no te preocupes. Aunque ahora digas que sí, mañana podrás volverte atrás. Pero si ahora dices que no quieres recibir nuestro castigo, ya no habrá vuelta atrás. Contesta.
Me costó pronunciarme, pero juzgué, equivocadamente, que era más fácil corregirles unos exámenes o, yo qué sé, lavarles el coche, que pelearme con inspección en un expediente.
—De acuerdo, cumpliré el castigo ya que he caído como un bobo en vuestra trampa. ¿Qué tengo que hacer?
—Es muy fácil: Obedecernos, a Pilar y a mí, siempre, en todo. Mientras lo hagas, todo irá bien. Cuando no quieras hacerlo, tiraremos por el otro lado. ¿A qué es fácil?
—No sé, depende de lo que me pidáis.
—En primer lugar, nosotras no pedimos, sino que ordenamos. Y en segundo lugar, se acabó el tuteo. En público nos puedes llamar por nuestros nombres, aunque siempre de usted, y de momento. Pero en privado seremos siempre Señora. Esperemos que no haga falta que también sea así en público. Ahora te vas a levantar y nos vas a servir el café. Mira, ahí encima de la mesa hay un delantal. Cógelo y acércate.
Me quedé estupefacto, sin levantarme ni hacer nada, porque eso era algo totalmente inesperado.
—Andrés, cuanto antes aprendas, antes estaremos contentas y terminará el castigo. Si tenemos que repetir las órdenes, es que no aprendes, ¿entiendes? Coge ese delantal y acércate con él.
Cogí el delantal y me acerqué a donde estaba MARTA, que se levantó del sillón. Cogió la prenda y me metió la parte de arriba por la cabeza, me dio la vuelta y ató cuidadosamente el delantal atrás. Me llevó hasta la cocina y me indicó dónde estaban las cosas.
Todavía alucinado, preparé una cafetera y puse cuatro servicios en una bandeja. Me fui al salón con ella.
—Pero hombre, ¿por qué traes cuatro tazas? ¿No ves que somos tres? Deja ahí la bandeja y vete a la cocina a fregar los cacharros de la comida.
En ese momento fui consciente de lo que esperaban de mí, o lo que querían hacer conmigo. Me dieron ganas de mandarlas a la mierda, pero no dije nada, volví a la cocina y me puse a fregar. Creo que de alguna manera pensaba que esa broma no iba a durar más que ese día. Por eso podía llamarlas Señora y hablarles de usted. Volví al salón.
—Ya he terminado, Señoras.
—Veo que tienes mucho que aprender, Andrés. Por ejemplo, nunca debes interrumpirnos. Si tienes algo que decir, te acercas a la puerta y esperas a que te preguntemos.
—Sí.
—¡Señora!
—Sí, Señora.
—Muy bien, pues ya sabes. Espera en la puerta, y sin apoyarte en ningún sitio. Cuando estés esperando, siempre bien recto, con las manos atrás y la cabeza inclinada.
Me tuvieron quince minutos esperando de pie en la puerta. Tiempo más que suficiente para que hiciera un breve repaso a lo que estaba sucediendo, y que me parecía una película. Estaba claro que por alguna razón me odiaban y yo, inocente, les había dado argumentos para aprovecharse de mí. Esto era algo que en mi visión de las cosas sucedía entre niños y adolescentes: unos abusaban de otros para humillarlos, para que les hicieran los deberes, para quitarles dinero... pero no entre adultos, excepto, claro, cuando alguien chantajeaba a otro... a lo mejor era eso. Las dos mujeres (el papel del marido de Pilar no lo veía claro, excepto para evitar alguna escena medio violenta por mi parte) estaban resultando unas harpías que querían abusar de mí como si estuviéramos en el recreo. Era un juego maquiavélico en el que en realidad no sabía qué esperaban de mí, y sobre todo, no sabía el tiempo que pensaban tenerme así, y eso empecé a verlo como fundamental. Podría seguirles el juego ese día, y a lo mejor otro, o incluso pasarme una semana sirviéndoles el café a aquellas dos, y fregándoles, pero si iba a ser más tiempo, mejor terminar cuanto antes, ya mismo, y contar la verdad de lo sucedido, de todo lo sucedido...
—Quítate el delantal y vete —dijo de pronto MARTA.
—¡Espera! —intervino por primera vez Pilar. Se acercó hacia mí con un pañuelo que cogió de una silla— Como he visto que eres aficionado a llevar fulares y cosas así al cuello, quiero que mañana lleves este pañuelo de MARTA.
Me colocó el pañuelo de algo parecido a seda, en tonos blancos y rojos, alrededor del cuello.
—Llevarlo mañana, ¿a dónde?
—Al instituto, Andrés, al instituto. Ya sabes, Andrés, algunos deberes aquí y allá, y un pequeño cambio de actitud, a lo que sin duda te ayudará cambiar también un poco tu look. Siempre es bueno tener un poco de vergüenza de sí mismo, esto ayuda a la imprescindible humildad de un buen niño.
—Y de una buena niña —añadió MARTA desde la mesa.
Me quedé mirando el pañuelo sin saber si podía quitármelo —y empezaba a entender tanta alusión a ser una buena niña— ya o debía esperar a salir.
—Señora... —dije.
—¿Tienes algo que preguntar, Andrés?
—Sí, Señora. Que cuánto...
—Chsss, calla, maleducado, y espera a que te demos permiso.
Pilar se retiró y me dejó allí plantado de nuevo, en el puerta, de pie, con las manos atrás y la cabeza inclinada y ahora con mi bonito pañuelo colgando del cuello. Ellas siguieron charlando, sin que el marido metiera baza, y un buen rato después, Pilar se volvió hacia mí:
—Dime, cariño, ¿qué querías preguntar?
Me sorprendió el apelativo, dicho casi como se le dice a un niño chico, e hice mi pregunta:
—Han dicho ustedes que mi castigo —remarqué la palabra, todavía incrédulo— durará unas semanas como mucho, pero ¿cómo puedo estar seguro de que no va a ser más tiempo?
—No puedes estar seguro, Andrés, pero piensa un poco, hombre —contestó Nati—. En el peor de los casos, como mucho mucho, y si tardas en aprender, ya sabes que a finales de marzo cierran y certifican las cuentas en la dirección provincial. A partir de ahí, nadie querría remover una cosa así por algo tan insignificante y no tendríamos fuerza para obligarte a nada. Te reñiría el inspector y ya.
—¿A finales de marzo? Pero eso son dos meses, Señora.
—En primer lugar, he dicho que como mucho mucho, si no aprendes. En segundo lugar, si sigues discutiendo estará claro que no aprendes nada. De ti depende que sea una semanita, dos, o dos meses. A ver si aprendes.
Agaché la cabeza y no dije nada más.
—Muy bien, eso nos gusta mucho más. Ahora vete y mañana no te olvides del precioso pañuelo que te he prestado.
Ya estaba saliendo por la puerta cuando Pilar me alcanzó y me dijo en voz baja:
—Y otra cosa importante. Como ves, yo ya tengo mi maridito, pero MARTA está soltera desde que se separó hace unos años. Seguro que agradece cualquier atención tuya, sobre todo en público, y eso la ablanda y te reduce el castigo. Se tiene que notar, no sólo que es tu Señora, sino que estás encantado con ella. Tú ya me entiendes.
Aquella noche casi no
pude dormir, pensando en el lío en el que me había metido. Estaba
en manos de MARTA y de su amiga Pilar, que parecían odiarme por
oscuras y desconocidas razones. En aquel momento me parecía
imposible haber caído en una trampa tan burda. Yo esperaba que con
el día todo me pareciera un juego de niños, pero para nada era así.
Me estaba jugando algo muy importante en mi trabajo, incluso el mismo
trabajo, y no veía más solución que seguirles la corriente. La
opción de consultar con alguien mi situación la descarté, porque
tendría que dar explicaciones que no quería dar.
Y al levantarme y ver allí el pañuelo
de seda que debía llevar puesto al instituto mi estado de ánimo se
hizo más depresivo aún. Me puse una camisa negra, para que debajo
de ella, el pañuelo anudado al cuello no se viera tanto, y me fui
muy temprano al instituto, para evitar cruzarme con cualquiera.
Me encerré en el despacho y esperé a que pasara el barullo de la entrada, pero no hubo suerte. En el momento en el que más jaleo de profesores y alumnos había en el pasillo, Pilar abrió la puerta y me llamó:
—Ah, estás aquí, sal un momento, Andrés, que te presentamos a una profesora nueva.
Instintivamente me miré la camisa y cerré un poco más su cuello, intentando ocultar el pañuelo.
—Ahora mismo voy —dije.
Pilar se acercó a mi mesa y me dijo:
—Esta será tu primera nota negativa. Cuando te ordenemos algo, lo haces disparado, vamos!
Me levanté y salí detrás de ella. El despacho de dirección quedaba unos metros más adelante que el mío, y entre ellos había un corro de diez o doce profesores. Los alumnos entraban por el pasillo hacia las escaleras.
—Aquí está nuestro secretario favorito —anunció casi a voces Pilar.
Todos se volvieron hacia mí.
—Hola a todos —dije, e inmediatamente noté la mirada de MARTA—. Y buenos días, MARTA.
Todo el mundo saludó, y ella la última, avanzando hacia mí con una sonrisa que no me gustaba nada.
—Buenos días, Andrés, mi imprescindible secretario. Veo que llevas el pañuelo que me pediste, qué majo, pero así no luce suficiente, hombre.
Y sin cortarse un pelo, me desabrochó la chaqueta y el segundo botón de la camisa, sacando luego los extremos del pañuelo para que quedaran por fuera, como si fuera una azafata de cualquier congreso. Luego se apartó un poco y se dirigió a los demás:
—¿A qué le sienta bien?
Volvió a acercarse y me estampó un sonoro beso en la mejilla que me dejó petrificado, mientras decía:
—Tan bueno y atento como la mejor secretaria.
Nadie sabía exactamente qué decir, pero me acordé de las últimas palabras de Pilar del día anterior, así que le devolví el beso a MARTA, que sonrió encantada. Pilar añadió:
—Ese pañuelo va perfectamente con tu personalidad, Andrés, no deberías quitártelo nunca. Te voy a presentar a Ana, que viene a sustituir a José.
Ana era una joven que no sabía qué hacer conmigo. Nos dimos un par de besos, y me pregunté si habría besado a todos, o sólo a las mujeres, mientras que a los hombres les había dado la mano.
Mientras tanto, muchachos y muchachas pasaban por el pasillo y me miraban sin gran disimulo.
—Bueno, y ahora todos a trabajar. Andrés, cariño, prepara la libreta de notas y ven a mi despacho en cuanto te llame.
—Sí, MARTA.
Volví a mi despacho muerto de vergüenza. Ni siquiera tenía una libretita de notas, pero rápidamente busqué alguna que pudiera servir para cuando me llamara, lo que no sucedió en las siguientes dos horas. Después tenía clase y a la puerta del aula, me quité el pañuelo y lo metí en el bolsillo. Me parecía que ya estaba bien de hacer el ridículo.
Pero a media clase se abrió la puerta y apareció la directora. Me miró de arriba abajo y luego se dirigió a los alumnos:
—¿Qué os suele hacer Andrés cuando no cumplís algún castigo?
—Nos lo duplica —dijeron varios.
—Eso está bien —dijo ella, y añadió:—Ven conmigo, Andrés.
Salimos, pero ella tuvo buen cuidado en dejar la puerta abierta.
—Espero que tengas aquí el pañuelo.
—Sí... Señora.
—Pues ahora lo coges, lo extiendes, lo doblas cuidadosamente a lo largo y me lo das.
Hice lo que me decía, mientras veía como los alumnos se movían para ver mejor. Ella me subió el cuello de la camisa y colocó el pañuelo debajo. Luego bajó el cuello, con lo que quedaba el pañuelo colgando por los dos lados, como solo las mujeres lo llevan. Luego volví a clase.
—Cuando termines, vete a mi despacho.
—Sí, MARTA.
El resto de la clase fue un cachondeo, hasta que una chica preguntó por qué llevaba ese pañuelo de mujer. Le contesté que era una apuesta.
Al terminar, bajé al despacho. Estaba resultando el peor día de mi trabajo, y sólo había empezado.
Abrí la puerta y allí estaba MARTA con otros dos hombres.
—Hola, Andrés. Éste es mi secretario. Mira, te presento a dos buenos amigos: el inspector jefe y el inspector económico. Andrés nos traerá los cafés, verdad, bonito?
—¿No tenéis conserje? —preguntó uno de ellos.
—Sí, claro, pero estarán ocupados y a Andrés le encanta hacer estas cosas, verdad?
—Sí, MARTA. Lo que usted desee.
—Muy bien. Ve a por tu libretita para tomar nota, no, espera, que tengo aquí una.
Me tendió una libretita y allí de pie me preparé para anotar.
—¿Veis? Si parece una secretaria de película, solo te falta la minifalda, Andrés.
Yo me puse rojo y ellos rieron la broma.
Anoté los cafés para los tres. Fui volando a la cafetería, antes de que fuera la hora del recreo, a ver si estaba vacía, pero no hubo suerte. Allí estaba Ana, la nueva, con otras dos compañeras. Nos saludamos y pedí los cafés, y una bandeja. Luego salí de allí con el servicio, sin querer pensar en lo que estarían comentando. Llevé los cafés y me despidió con otra orden:
—Vuelve dentro de quince minutos para retirar el servicio.
Quince minutos más tarde ya estábamos en pleno recreo. Cerré los ojos, suspiré y fui a cumplir la orden. Con mi pañuelo al cuello llevé la bandeja con las tazas a la cafetería. No quise ni enterarme de las risas que se oían a mi alrededor.
El resto de la mañana la pasé encerrado en mi despacho, y cuando llegaba la hora de salir, apareció MARTA:
—Andrés, antes de irte, todos los días, me buscas para preguntarme que si deseo algo más.
—Sí, Señora.
Sonó el timbre y luego el jaleo de la salida. Cuando ya estaba todo tranquilo, volví al despacho. Estaba reunida con varios profesores.
—¿Sí? —dijo ella.
—Me iba a ir y quería saber si desea algo más.
—No, no te vayas. Espera ahí en el pasillo, y así te vienes conmigo a casa a ayudarme un poco.
Me maldije a mí mismo por no haber esperado a que estuviera sola, pero ya no tenía remedio. Me puse al lado de la puerta, con las manos atrás, y disimulando como podía, o sea, muy poco, con aquel pañuelo de seda alrededor de mi cuello y en mi pecho, mientras compañeros y compañeras dejaban el instituto y yo contestaba a unos y otros que estaba esperando a la directora.
Por fin salió ella, me hizo una señal y me fui detrás. Subimos a su coche, llegamos al garage y subimos a su casa, todo sin decir ni una palabra.
En cuanto cerró la puerta del piso, se volvió hacia mí. Vi que estaba realmente enfadada:
—¡Así que no quieres ponerte mi pañuelo!
—Señora, es que...
—¡Calla! Pues que sepas, primero, que vas a llevarlo, y como me lo has rechazado como regalo, me lo pagarás. Y no solo el pañuelo, tiempo tendremos de ir añadiendo detalles que te van a encantar, ya verás.
¿Más detalles? No se me ocurría que más podía querer que llevara al trabajo.
—Lo segundo, Andrés —parecía haberse calmado de repente— es que mereces un castigo más, porque has sido un niño malo, y lo sabes, así que no intentes negarte. Como te dije ayer, mientras sigas obedeciendo, todo tendrá solución; en cuanto te niegues una vez, a saber qué pasará. ¿Vas a cumplir el castigo?
—Sí, Señora.
—Bien. Ya sé que ya no está de moda, pero yo sigo pensando que unos palmetazos ayudan a aprender. Con la disciplina inglesa se hizo un imperio, ya sabes. Dime qué prefieres: ¿llevar mañana más ropa mía al instituto o seis palmetazos ahora?
Iba de sorpresa en sorpresa, y ahora entendía su aviso anterior, porque mi impulso repentino fue mandarla a la mierda. ¿Más ropa suya? ¿Qué quería, que fuera con un vestido? Y los palmetazos, ¿estaba pensando en pegarme como se hacía con un niño?
—Veo que estás dudando, debe de ser porque consideras que mereces ambas cosas, pues así será.
—Prefiero los palmetazos, Señora.
—Ajá. Muy bien. Pasa al salón y bájate los pantalones.
Dicho esto desapareció sin dejarme responder, aunque tampoco se me ocurría qué. Pasé al salón y me fui desabrochando los pantalones, sin decidirme a bajarlos, cuando ella volvió con algo en la mano y se me quedó mirando. Me bajé los pantalones de golpe. Al fin y al cabo, yo lo había elegido.
—Así, muy bien. Ahora apoya tu pecho sobre la mesa y pon las manos en la espalda.
Me apoyé en la mesa como decía, notando cómo mi culo quedaba preparado para recibir el castigo. Entonces ella se puso detrás de mi, apretándome contra la mesa. Hay que decir, si no lo había mencionado, que MARTA es una mujer bastante fuerte. Agarró mis manos y antes de que pudiera protestar, estaban atadas a la espalda.
—No debes preocuparte, Andrés, esto es solo una medida de seguridad, por tu bien. A veces, al recibir un azote, el castigado se rebela casi institivamente, y protesta, o intenta huir, empeorando su situación —mientras decía esto, había dado la vuelta a la mesa, agarrándome la cabeza desde el otro lado para colocarme un collar del que colgaba una cadena, de la que luego tiró hasta engancharla en una pata de la mesa, dejándome inmovilizado—. Así, sin embargo, no corres peligro de hacer algo inconveniente. Veo que estás calladito, seguro que en parte por la sorpresa, y así debe ser, porque cada palabra inadecuada aumentará el castigo.
Luego me quitó el pañuelo del cuello y con él vendó mis ojos. Creo que fue en ese momento cuando empecé a ser consciente de que me estaba metiendo en algo mucho más serio de lo que yo había pensado. Estaba realmente atado, y sin que yo hubiera querido hacerlo, estaba atado y con los pantalones bajados y una mujer me iba a dar palmetazos en el culo, sin que eso fuera parte de ningún juego.
Volvió a ponerse detrás de mí y me bajó los calzoncillos de un tirón. Me encogí y moví la cabeza para protestar, ya se había pasado, aquello era demasiado.
—Chsssss, no digas nada. Si hoy no hubieras sido desobediente, ahora me estarías sirviendo la comida, y luego te irías. Así te estoy enseñando, y eso también me cuesta a mí, porque me tendré que servir yo. En fin, has de saber que también me ha disgustado tu elección. Un buen secretario, cuando te di a elegir palmetazos o mi ropa, habría dicho que lo que yo deseara. E incluso habría estado bien que eligieras llevar algo mío. Pero no, rechazaste mi ropa groseramente, como el pañuelo, prefiriendo incluso que te pegara, así que el resultado es el siguiente: Te daré ahora los seis azotes, y otros seis por el disgusto. Tras cada uno de ellos, me vas a dar las gracias, repitiéndome que es por tu bien. Míralo por el lado bueno: es como si jugáramos a las maestras, y tú fueras la niña mala a la que hay que enseñar. Y, para ver si has entendido, luego te dejaré elegir entre dos blusas para que mañana vayas realmente guapo al instituto. Y te aconsejo que no pienses más en lo que te está pasando. Acéptalo como viene: realmente no tienes otra opción, así que escucha: obedece, y todo será mucho más rápido. Ya sabes, tras cada azote: Gracias, Señora. Es por mi bien.
En cuanto acabó de decir eso sentí el primer reglazo en el culo, que debió de descargar con toda su fuerza, porque me hizo tensar todo el cuerpo y casi quejarme, aunque logré evitarlo.
—Gracias, Señora, es por mi bien —dije sin pensarlo.
Luego vino el segundo, y darle las gracias, y el tercero, todos igual de fuertes, repartiéndolos por todo el trasero, y siempre con mi Gracias, Señora, es por mi bien. En los últimos se esmeró y tuve que agradecérselos entre lágrimas.
—Ya está, ves qué fácil? Mucho mejor jugar unos días a esto que iniciarte un expediente. Enseguida se te pasa, ya verás. Y seguro que mañana no repetirás errores.
Me desató el cuello y las manos y me quitó la venda de los ojos. Me subí la ropa y sin que ella me dijera nada, me coloqué el pañuelo en el cuello. MARTA me señaló el sofá para que eligiera. En él había extendidas dos blusas, y una de ellas debía llevarla al instituto el día siguiente. Una era de raso brillante y rabiosamente fucsia, aunque con el cuello y la hechura de una camisa. La otra era de algodón blanco y se abotonaba con pequeñas perlitas hasta el mismo cuello, terminando con un cuello alto con volante y una leve puntilla al final, igual que los puños. Yo no tenía dudas sobre cual prefería, pero también sabía lo que debía decir.
—La que usted desee, Señora.
—Aprendes rápido, así que a lo mejor terminamos con este asunto mucho antes de lo que pensaba. Me alegro por ti.
Cogió las dos blusas y las dobló cuidadosamente, las metió en una bolsa y me las dio.
—Un día, simplemente te adelantarás a mis deseos. Serás el niño bueno que haga todo lo posible por agradarme, aunque yo no se lo señale ni se lo ordene. El secretario, no, mejor la secretaria perfecta, la que aparezca con el café justo cuando yo esté pensando en que me apetece un café. Una niña buena deseosa de verme feliz, dispuesta a hacer lo que sea para que yo esté contenta, antes incluso de que yo lo sepa. Ese día, Andrés, habremos terminado tu educación. Y ahora, llévate las dos blusas, y a ver con cual me sorprendes mañana, la elegante fucsia o la romántica blanca. Por cierto, me parece bien que llegues pronto, como esta mañana, pero no se te ocurra volver a encerrarte. Tu sitio, en las entradas como en las salidas, es al lado de mi puerta, donde todo el mundo pueda ver que más que el secretario del instituto, eres mi secretaria particular, deseando siempre servir a tu señora. Hasta mañana, Andrés.
Me encerré en el despacho y esperé a que pasara el barullo de la entrada, pero no hubo suerte. En el momento en el que más jaleo de profesores y alumnos había en el pasillo, Pilar abrió la puerta y me llamó:
—Ah, estás aquí, sal un momento, Andrés, que te presentamos a una profesora nueva.
Instintivamente me miré la camisa y cerré un poco más su cuello, intentando ocultar el pañuelo.
—Ahora mismo voy —dije.
Pilar se acercó a mi mesa y me dijo:
—Esta será tu primera nota negativa. Cuando te ordenemos algo, lo haces disparado, vamos!
Me levanté y salí detrás de ella. El despacho de dirección quedaba unos metros más adelante que el mío, y entre ellos había un corro de diez o doce profesores. Los alumnos entraban por el pasillo hacia las escaleras.
—Aquí está nuestro secretario favorito —anunció casi a voces Pilar.
Todos se volvieron hacia mí.
—Hola a todos —dije, e inmediatamente noté la mirada de MARTA—. Y buenos días, MARTA.
Todo el mundo saludó, y ella la última, avanzando hacia mí con una sonrisa que no me gustaba nada.
—Buenos días, Andrés, mi imprescindible secretario. Veo que llevas el pañuelo que me pediste, qué majo, pero así no luce suficiente, hombre.
Y sin cortarse un pelo, me desabrochó la chaqueta y el segundo botón de la camisa, sacando luego los extremos del pañuelo para que quedaran por fuera, como si fuera una azafata de cualquier congreso. Luego se apartó un poco y se dirigió a los demás:
—¿A qué le sienta bien?
Volvió a acercarse y me estampó un sonoro beso en la mejilla que me dejó petrificado, mientras decía:
—Tan bueno y atento como la mejor secretaria.
Nadie sabía exactamente qué decir, pero me acordé de las últimas palabras de Pilar del día anterior, así que le devolví el beso a MARTA, que sonrió encantada. Pilar añadió:
—Ese pañuelo va perfectamente con tu personalidad, Andrés, no deberías quitártelo nunca. Te voy a presentar a Ana, que viene a sustituir a José.
Ana era una joven que no sabía qué hacer conmigo. Nos dimos un par de besos, y me pregunté si habría besado a todos, o sólo a las mujeres, mientras que a los hombres les había dado la mano.
Mientras tanto, muchachos y muchachas pasaban por el pasillo y me miraban sin gran disimulo.
—Bueno, y ahora todos a trabajar. Andrés, cariño, prepara la libreta de notas y ven a mi despacho en cuanto te llame.
—Sí, MARTA.
Volví a mi despacho muerto de vergüenza. Ni siquiera tenía una libretita de notas, pero rápidamente busqué alguna que pudiera servir para cuando me llamara, lo que no sucedió en las siguientes dos horas. Después tenía clase y a la puerta del aula, me quité el pañuelo y lo metí en el bolsillo. Me parecía que ya estaba bien de hacer el ridículo.
Pero a media clase se abrió la puerta y apareció la directora. Me miró de arriba abajo y luego se dirigió a los alumnos:
—¿Qué os suele hacer Andrés cuando no cumplís algún castigo?
—Nos lo duplica —dijeron varios.
—Eso está bien —dijo ella, y añadió:—Ven conmigo, Andrés.
Salimos, pero ella tuvo buen cuidado en dejar la puerta abierta.
—Espero que tengas aquí el pañuelo.
—Sí... Señora.
—Pues ahora lo coges, lo extiendes, lo doblas cuidadosamente a lo largo y me lo das.
Hice lo que me decía, mientras veía como los alumnos se movían para ver mejor. Ella me subió el cuello de la camisa y colocó el pañuelo debajo. Luego bajó el cuello, con lo que quedaba el pañuelo colgando por los dos lados, como solo las mujeres lo llevan. Luego volví a clase.
—Cuando termines, vete a mi despacho.
—Sí, MARTA.
El resto de la clase fue un cachondeo, hasta que una chica preguntó por qué llevaba ese pañuelo de mujer. Le contesté que era una apuesta.
Al terminar, bajé al despacho. Estaba resultando el peor día de mi trabajo, y sólo había empezado.
Abrí la puerta y allí estaba MARTA con otros dos hombres.
—Hola, Andrés. Éste es mi secretario. Mira, te presento a dos buenos amigos: el inspector jefe y el inspector económico. Andrés nos traerá los cafés, verdad, bonito?
—¿No tenéis conserje? —preguntó uno de ellos.
—Sí, claro, pero estarán ocupados y a Andrés le encanta hacer estas cosas, verdad?
—Sí, MARTA. Lo que usted desee.
—Muy bien. Ve a por tu libretita para tomar nota, no, espera, que tengo aquí una.
Me tendió una libretita y allí de pie me preparé para anotar.
—¿Veis? Si parece una secretaria de película, solo te falta la minifalda, Andrés.
Yo me puse rojo y ellos rieron la broma.
Anoté los cafés para los tres. Fui volando a la cafetería, antes de que fuera la hora del recreo, a ver si estaba vacía, pero no hubo suerte. Allí estaba Ana, la nueva, con otras dos compañeras. Nos saludamos y pedí los cafés, y una bandeja. Luego salí de allí con el servicio, sin querer pensar en lo que estarían comentando. Llevé los cafés y me despidió con otra orden:
—Vuelve dentro de quince minutos para retirar el servicio.
Quince minutos más tarde ya estábamos en pleno recreo. Cerré los ojos, suspiré y fui a cumplir la orden. Con mi pañuelo al cuello llevé la bandeja con las tazas a la cafetería. No quise ni enterarme de las risas que se oían a mi alrededor.
El resto de la mañana la pasé encerrado en mi despacho, y cuando llegaba la hora de salir, apareció MARTA:
—Andrés, antes de irte, todos los días, me buscas para preguntarme que si deseo algo más.
—Sí, Señora.
Sonó el timbre y luego el jaleo de la salida. Cuando ya estaba todo tranquilo, volví al despacho. Estaba reunida con varios profesores.
—¿Sí? —dijo ella.
—Me iba a ir y quería saber si desea algo más.
—No, no te vayas. Espera ahí en el pasillo, y así te vienes conmigo a casa a ayudarme un poco.
Me maldije a mí mismo por no haber esperado a que estuviera sola, pero ya no tenía remedio. Me puse al lado de la puerta, con las manos atrás, y disimulando como podía, o sea, muy poco, con aquel pañuelo de seda alrededor de mi cuello y en mi pecho, mientras compañeros y compañeras dejaban el instituto y yo contestaba a unos y otros que estaba esperando a la directora.
Por fin salió ella, me hizo una señal y me fui detrás. Subimos a su coche, llegamos al garage y subimos a su casa, todo sin decir ni una palabra.
En cuanto cerró la puerta del piso, se volvió hacia mí. Vi que estaba realmente enfadada:
—¡Así que no quieres ponerte mi pañuelo!
—Señora, es que...
—¡Calla! Pues que sepas, primero, que vas a llevarlo, y como me lo has rechazado como regalo, me lo pagarás. Y no solo el pañuelo, tiempo tendremos de ir añadiendo detalles que te van a encantar, ya verás.
¿Más detalles? No se me ocurría que más podía querer que llevara al trabajo.
—Lo segundo, Andrés —parecía haberse calmado de repente— es que mereces un castigo más, porque has sido un niño malo, y lo sabes, así que no intentes negarte. Como te dije ayer, mientras sigas obedeciendo, todo tendrá solución; en cuanto te niegues una vez, a saber qué pasará. ¿Vas a cumplir el castigo?
—Sí, Señora.
—Bien. Ya sé que ya no está de moda, pero yo sigo pensando que unos palmetazos ayudan a aprender. Con la disciplina inglesa se hizo un imperio, ya sabes. Dime qué prefieres: ¿llevar mañana más ropa mía al instituto o seis palmetazos ahora?
Iba de sorpresa en sorpresa, y ahora entendía su aviso anterior, porque mi impulso repentino fue mandarla a la mierda. ¿Más ropa suya? ¿Qué quería, que fuera con un vestido? Y los palmetazos, ¿estaba pensando en pegarme como se hacía con un niño?
—Veo que estás dudando, debe de ser porque consideras que mereces ambas cosas, pues así será.
—Prefiero los palmetazos, Señora.
—Ajá. Muy bien. Pasa al salón y bájate los pantalones.
Dicho esto desapareció sin dejarme responder, aunque tampoco se me ocurría qué. Pasé al salón y me fui desabrochando los pantalones, sin decidirme a bajarlos, cuando ella volvió con algo en la mano y se me quedó mirando. Me bajé los pantalones de golpe. Al fin y al cabo, yo lo había elegido.
—Así, muy bien. Ahora apoya tu pecho sobre la mesa y pon las manos en la espalda.
Me apoyé en la mesa como decía, notando cómo mi culo quedaba preparado para recibir el castigo. Entonces ella se puso detrás de mi, apretándome contra la mesa. Hay que decir, si no lo había mencionado, que MARTA es una mujer bastante fuerte. Agarró mis manos y antes de que pudiera protestar, estaban atadas a la espalda.
—No debes preocuparte, Andrés, esto es solo una medida de seguridad, por tu bien. A veces, al recibir un azote, el castigado se rebela casi institivamente, y protesta, o intenta huir, empeorando su situación —mientras decía esto, había dado la vuelta a la mesa, agarrándome la cabeza desde el otro lado para colocarme un collar del que colgaba una cadena, de la que luego tiró hasta engancharla en una pata de la mesa, dejándome inmovilizado—. Así, sin embargo, no corres peligro de hacer algo inconveniente. Veo que estás calladito, seguro que en parte por la sorpresa, y así debe ser, porque cada palabra inadecuada aumentará el castigo.
Luego me quitó el pañuelo del cuello y con él vendó mis ojos. Creo que fue en ese momento cuando empecé a ser consciente de que me estaba metiendo en algo mucho más serio de lo que yo había pensado. Estaba realmente atado, y sin que yo hubiera querido hacerlo, estaba atado y con los pantalones bajados y una mujer me iba a dar palmetazos en el culo, sin que eso fuera parte de ningún juego.
Volvió a ponerse detrás de mí y me bajó los calzoncillos de un tirón. Me encogí y moví la cabeza para protestar, ya se había pasado, aquello era demasiado.
—Chsssss, no digas nada. Si hoy no hubieras sido desobediente, ahora me estarías sirviendo la comida, y luego te irías. Así te estoy enseñando, y eso también me cuesta a mí, porque me tendré que servir yo. En fin, has de saber que también me ha disgustado tu elección. Un buen secretario, cuando te di a elegir palmetazos o mi ropa, habría dicho que lo que yo deseara. E incluso habría estado bien que eligieras llevar algo mío. Pero no, rechazaste mi ropa groseramente, como el pañuelo, prefiriendo incluso que te pegara, así que el resultado es el siguiente: Te daré ahora los seis azotes, y otros seis por el disgusto. Tras cada uno de ellos, me vas a dar las gracias, repitiéndome que es por tu bien. Míralo por el lado bueno: es como si jugáramos a las maestras, y tú fueras la niña mala a la que hay que enseñar. Y, para ver si has entendido, luego te dejaré elegir entre dos blusas para que mañana vayas realmente guapo al instituto. Y te aconsejo que no pienses más en lo que te está pasando. Acéptalo como viene: realmente no tienes otra opción, así que escucha: obedece, y todo será mucho más rápido. Ya sabes, tras cada azote: Gracias, Señora. Es por mi bien.
En cuanto acabó de decir eso sentí el primer reglazo en el culo, que debió de descargar con toda su fuerza, porque me hizo tensar todo el cuerpo y casi quejarme, aunque logré evitarlo.
—Gracias, Señora, es por mi bien —dije sin pensarlo.
Luego vino el segundo, y darle las gracias, y el tercero, todos igual de fuertes, repartiéndolos por todo el trasero, y siempre con mi Gracias, Señora, es por mi bien. En los últimos se esmeró y tuve que agradecérselos entre lágrimas.
—Ya está, ves qué fácil? Mucho mejor jugar unos días a esto que iniciarte un expediente. Enseguida se te pasa, ya verás. Y seguro que mañana no repetirás errores.
Me desató el cuello y las manos y me quitó la venda de los ojos. Me subí la ropa y sin que ella me dijera nada, me coloqué el pañuelo en el cuello. MARTA me señaló el sofá para que eligiera. En él había extendidas dos blusas, y una de ellas debía llevarla al instituto el día siguiente. Una era de raso brillante y rabiosamente fucsia, aunque con el cuello y la hechura de una camisa. La otra era de algodón blanco y se abotonaba con pequeñas perlitas hasta el mismo cuello, terminando con un cuello alto con volante y una leve puntilla al final, igual que los puños. Yo no tenía dudas sobre cual prefería, pero también sabía lo que debía decir.
—La que usted desee, Señora.
—Aprendes rápido, así que a lo mejor terminamos con este asunto mucho antes de lo que pensaba. Me alegro por ti.
Cogió las dos blusas y las dobló cuidadosamente, las metió en una bolsa y me las dio.
—Un día, simplemente te adelantarás a mis deseos. Serás el niño bueno que haga todo lo posible por agradarme, aunque yo no se lo señale ni se lo ordene. El secretario, no, mejor la secretaria perfecta, la que aparezca con el café justo cuando yo esté pensando en que me apetece un café. Una niña buena deseosa de verme feliz, dispuesta a hacer lo que sea para que yo esté contenta, antes incluso de que yo lo sepa. Ese día, Andrés, habremos terminado tu educación. Y ahora, llévate las dos blusas, y a ver con cual me sorprendes mañana, la elegante fucsia o la romántica blanca. Por cierto, me parece bien que llegues pronto, como esta mañana, pero no se te ocurra volver a encerrarte. Tu sitio, en las entradas como en las salidas, es al lado de mi puerta, donde todo el mundo pueda ver que más que el secretario del instituto, eres mi secretaria particular, deseando siempre servir a tu señora. Hasta mañana, Andrés.
Tendría que haberme
levantado por la mañana pensando en alguna solución para si
situación, pero como llevaba toda la noche dándole vueltas sin
encontrar ninguna, en realidad me levanté pensando que tenía que
elegir entre las dos blusas que MARTA me había dado. La tarde
anterior, en casa, me había probado una y otra, con el pañuelo. No
había forma de disimular nada: iba a llevar una prenda de mujer al
instituto, con un pañuelo también femenino, y no había manera de
que pareciera otra cosa. También había llegado a la conclusión de
que me convenía seguirles el juego a MARTA y Pilar. Por lo visto,
durante unos días se iban a divertir conmigo, pero eso terminaría
pronto, y no podía permitirme el lujo de arriesgar mi trabajo.
Cuando todo acabara, ya tendría tiempo de volver a ser el de
siempre. A quién preguntara, le contaría que estaba explorando mi
lado femenino, o que estaba ensayando para el carnaval, o simplemente
que era una buena apuesta que pensaba ganar. Y esto último no era
falso del todo, con el detalle de que yo no participaba a propósito.
Elegí la blusa de raso fucsia, porque
se parecía más a las camisas que algunos cantantes sacaban en sus
actuaciones, y a las ocho y veinte estaba en el instituto, de pie en
la puerta de la directora, con mi blusa fucsia y mi pañuelo rojo y
blanco. Además me había afeitado a conciencia, para que MARTA viera
que podía adelantarme a sus deseos.
Faltaban todavía cinco minutos para la entrada, y el pasillo se iba llenando de compañeros que mi miraban extrañados o que incluso me hacían alguna broma. Entonces se abrió la puerta de dirección y salió MARTA con un horario en la mano.
—Como no hay mucho trabajo en la secretaría, hoy vas a cuidar todas estas clases de dos colegas que no pueden venir. Y tengo que decirte, Andrés, que lo estás haciendo bien, y que en unos días terminaremos con esto.
Estas palabras me animaron un poco. Me pasé el día de clase en clase, todas de los mayores, con mi blusa y mi pañuelo, y dando explicaciones peregrinas, como las que había pensado, pero saboreando sobre todo el momento de volver a ser yo mismo y correr un tupido velo sobre este episodio del que, sin duda, me reiría más tarde con mis colegas. ¡No podía estar más equivocado!
Al final de la mañana ya casi había interiorizado mi vestuario y, lo que era peor, empezaba a ver señales de que al resto del mundo también le parecía normal que yo vistiera una blusa de raso fucsia. Menos mal que iba a durar pocos días.
Por la tarde me dejaron en paz, y al día siguiente me presenté con la otra blusa. MARTA me tenía preparado un plan igual al del día anterior, aunque con la excusa de que hacía buen tiempo, no me dejó llevar ninguna chaqueta encima de la blusa blanca de cuello alto y con volantes, rematada con el pañuelo. Durante varios días, alterné una y otra blusa, y también cambié de pañuelo con otro que ella me dio. En algún momento llegó incluso a ser divertido, con algo de retador y mucho de intrigante, eso de pasearme por el instituto como si fuera una señorita, con un pañuelo de un rosa suave. Cuando alguien preguntaba, ya ni me molestaba en hablar de una apuesta, sino que ponía cara de misterio, como si eso fuera algo que quedaba mucho más allá del instituto. Como no me mandaban nada por la tarde, me fui tranquilizando, en la creencia de que me portaba como ellas querían, por eso no había trabajos extras, y seguro ya de que lo peor había pasado. ¡Qué equivocado estaba en todo, en lo de darle poca importancia, en lo de hacerlo divertido y misterioso y, sobre todo, en lo de creer que lo peor había pasado! Lo malo, en realidad, todavía no había empezado.
A la semana aproximadamente, estaba yo, aquel día con la blusa fucsia y el pañuelo rojo y blanco, esperando como siempre a la puerta de dirección, cuando salió MARTA con una bata de nylon rosa, de la peluquería. Hay que decir que en el instituto hay un par de ciclos formativos, que para mi desgracia son de estética y peluquería. Podían haber sido de mecánica o electricidad, pero no.
—Andrés, bonito —dijo MARTA en voz suficientemente alta para que la oyeran por allí—, ¿sabes que hoy será seguramente el último día? Pero bueno, no hablemos de eso. Falta Carmen, la profesora de peluquería, así que te vas a encargar tú de todas sus clases esta mañana.
Sin darme tiempo a saborear lo que me había dicho del último día, se acercó con la bata abierta, para que yo metiera mis brazos. Me llegaba hasta las rodillas y me la puso sin abrochar los corchetes de delante, y así podía seguir luciendo las otras prendas.
—Esperas a que entren todas las chicas, y luego vas para allá. Claro que como tú no sabrás nada de eso, he pensado que te encantará que ellas prueben contigo a peinarte y esas cosas. ¿Qué te parece?
Tendría que haber tenido más reflejos y haberme mostrado entusiasmado, pero no pude. Incluso en el último día, cuando ya me había acostumbrado a una cosa, me salía con otra: ¿peinarme las chicas del instituto...? Por fin, reaccioné.
—Me encantará que me peinen, Señora.
—No se te ha visto muy contento, pero no importa, ¡vente ahora mismo, te tendré que acompañar! No hace falta que te diga que si no haces las cosas bien, tendremos que alargar la experiencia algunos días más.
Y me agarró del brazo y empezó a trotar hacia la sala de prácticas de peluquería, llevándome casi arrastras hacia ella, aunque yo ya iría encantado, porque no pensaba perder la posibilidad de acabar con aquello. Allí ya había varias chicas y chicos, algunas y algunos con batas blancas, otros sin ella. El único con una bata de nylon rosa flotando alrededor del cuerpo era yo.
—¡Qué guapo, Andrés! —fue el irónico comentario casi unánime.
—A ver, chicos —les dijo MARTA—, he tenido que venir yo a deciros lo que Andrés quiere, porque a veces es como una niñita tímida que no se atreve a expresar sus deseos. En fin, quiere que le hagáis la permanente, y que le arregléis un poco las cejas. Bueno, y ya puestos, le arregláis también las uñas, con un esmalte rosa clarito, poco llamativo y le perfiláis un poco los labios. Empezáis con las cejas y le limpiais un poco la cara, que está horrible, y dejáis las uñas y los tubos para aprovechar el rato del recreo. Y si se os ocurre algo más, pues adelante.
Yo debía de tener los ojos abiertos de par en par. Una de las chicas de estética tuvo una ocurrencia:
—Podíamos depilarle las piernas, doña MARTA.
—mmm... hoy no, eso lo dejaremos para otro día. Bueno, hasta luego, cariño, estas chicas te van a dejar como tú quieres.
MARTA salió y yo me quedé parado enmedio, sin saber qué hacer, aunque yo era allí el profesor.
—Vamos a abrocharte la bata, Andrés, para que no se manche la blusa. Y dame el pañuelo, luego te lo devuelvo.
Una de las chicas me fue abrochando corchete a corchete la bata rosa. Luego me pusieron un peinador del mismo color y me sentaron para lavarme la cabeza. La lavaban y después ensayaban peinados con mi pelo, que desgraciadamente era algo largo, luego lavarla de nuevo y otro peinado, con más laca. Yo no me atrevía a decirles que pararan.
Cuando se acercaba la hora del recreo, llegó el momento de la permanente. Uno a uno, me fueron llenando la cabeza de rulos y bigudíes. Yo me veía en el espejo y me quería morir. Mientras tanto, otras dos me limpiaban, recortaban y pintaban las uñas de un rojo escandaloso.
—Creo que MARTA —me atreví a decir— dijo que el color de las uñas fuera rosa suave.
—Sí, luego te quitamos este y lo dejamos rosita.
Luego me pusieron una redecilla sujetando los rulos.
—Y en los próximos quince minutos, mucho cuidado con las uñas, porque esto seca muy despacio.
Entonces sonó el timbre y todos se fueron al descanso. Yo agradecí que nadie se quedara mirándome, con mi bata y mi peinador rosa, mis rulos en el pelo y mis uñas recién pintadas. Al final de la mañana tendría el pelo rizado, pero bueno, sólo era un cambio de look.
De pronto entró una chica:
—Dice Doña MARTA que vayas tal como estés inmediatamente a dirección, que tienes que ver no sé qué.
Lo dijo y se fue.
Cuando ya me había acostumbrado a la blusa y el pañuelo, me humillaba de nuevo haciéndome pasear hasta su despacho, casi al otro lado del instituto. Ese fue otro momento importante, en el que valoré seriamente mandar todo aquello a la mierda, pero tuvo más fuerza la posibilidad de que aquellos números fueran los últimos. Llevaba muchos días obedeciéndola y poco me costaba ya avanzar un poco más.
Con la bata y el peinador, con los tubos y la redecilla y con las uñas rojas, caminé por los pasillos lo más deprisa que pude, pero las risas volvieron a oírse a mi alrededor, las risas de los alumnos, y las caras de asombro de compañeros y compañeras. Yo, por supuesto, llevaba una gran sonrisa e iba saludando a todos, como si aquello fuera una parte más de la performance que estaba llevando a cabo desde hacía días. Debía de parecer una especie de aparición rosa.
Llegué a su despacho y llamé.
—Espera un momento ahí fuera, Andrés, cariño. Ahora salgo.
Esta vez no podía poner las manos atrás, por miedo a que el peinador estropeara el esmalte. Las dejé abiertas a los lados y deseé que me tragara la tierra.
Por fin salió MARTA, con dos profesoras. Se puso frente a mí y me miró de arriba abajo:
—Vas a quedar guapísimo. Ha sido una suerte que quisieras hacerte la permanente, porque así has cuidado también esa clase. Ahora me tengo que ir, pero esta noche, a eso de las ocho, te pasas por casa, eh, cariño, que tengo una cena de amigas y me gustaría que me echaras una mano. Ya puedes volver a la pelu, y preséntate esta noche tal como te dejen, a ver si te vas a despeinar por ahí. Ah, y te llevas la bata.
Volví a que terminaran su obra. Cuando acabaron con el pelo, fue el momento de las cejas y de retocar las uñas con el rosa suave, igual que los labios. Al fin, me quitaron el peinador y la bata y pude ver la imagen que iba a ofrecer por la calle. Mi pelo parecía un casco de rizos, lleno de laca, tenía las cejas finísimas, pero por suerte los labios y las uñas parecían normales, por lo menos desde lejos. Ahora la blusa y el pañuelo parecían lo más adecuado para mi pinta. Me estaba mirando asustado, cuando me rociaron con un spray de colonia.
—Un poquito de colonia de mujer para redondear —dijo una de las mayores—. La verdad es que teníamos otra imagen de ti, Andrés, pero ya ves, qué sorpresas se lleva una.
Salí detrás de ellas hacia el despacho, me puse la chaqueta y me fui corriendo a casa. Allí volví a mirarme despacio. No sé qué parecía, si un hombre travestido o una mujer travestida, pero esperaba que con esta nueva prueba, que creía haber superado, estuviera llegando al final.
A las ocho me presenté en casa de MARTA. Estaban ella y Pilar, que me miraron divertidas por todas partes.
—Esto sí que es el cambio de look que te decía al principio —dijo Pilar—. En el instituto ya nadie sabe qué pensar de ti, excepto que debes de estar enamorado o algo así de MARTA, por cómo la obedeces, aunque tienes que ser más cariñoso con ella, verdad, MARTA?
—No importa. Ahora te vas a ir a la cocina a ir friendo unas cosillas para la cena.
Me fui a la cocina y vi que había un par de fuentes de croquetas y calamares para freír. Estaba buscando la sartén, cuando llegó MARTA.
—Andrés, quítate la blusa, porque si no luego va a oler a fritanga de malas maneras.
—No tengo nada debajo, Señora.
—Bueno, para eso te has traido la bata de esta mañana, ya hay que lavarla.
Me quité el pañuelo y la blusa, que cogió MARTA, y me puse de nuevo la fina bata rosa, abrochándola de arriba abajo.
—Quítate también los pantalones. No te preocupes, que con la bata no se te ve nada.
Fui a decirle que lo que me importaba era precisamente lo que se veía: la bata, pero vi su mirada y preferí callarme. Tenía que ser el último día. Me quité los pantalones y me puse el delantal encima de la bata. Había dejado de ser el secretario para pasar a ser el criado medio travestido de la directora. Pero todavía no había terminado.
Mientras yo me volvía hacia el armario en busca de una sartén, MARTA se puso detrás de mi.
—No te muevas, cariño, que voy a hacer una prueba.
Empezó entonces a acariciarme el culo y los muslos, bajando su mano hasta el borde de la bata y subiéndola hasta llegar a los boxer que llevaba ese día, que eran bastante amplios y sueltos. Una lucecita agradable se encendió en mi mente: a lo mejor lo que andaba buscando era simplemente... pero la lucecita se fundió inmediatamente, en cuanto le oí decir:
—¡Pilar, me traes unas bragas para Andrés, por favor! ¡Y unas zapatillas!
—¡Qué! —se me escapó.
Y a ella se le escapó un fuerte azote en mi culo.
—¡A callar! ¿No ves, cariño, que con esos calzoncillos que llevas, si se te empina un poco la colita, enseguida se nota en la bata? Y no podemos permitir eso, no queda bien. Anda, no seas crío y quítate los calzoncillos. El último día tiene que ser especial, ¿no?
Iba a protestar de nuevo, pero dije que sí, que el último día tenía que ser especial. Pilar apareció con lo que le había pedido.
—Mira, si parecen unos slips.
Era cierto, las bragas eran blancas sin ningún adorno. Podría pasar por slips. Me quité los calzoncillos, y me puse las bragas, muy ajustadas pero bastante altas. También me quité los zapatos y los calcetines, para calzarme unas zapatillas de mujer abiertas por atrás y con tacón. Un día, entre dudas, y para evitar otro mal, te pones unas bragas blancas de algodón, que parecen un slip, pensando que total, no pasa nada, y unas zapatillas de mujer, porque en aquella casa no había otras, y sin darte cuenta estás en un camino del que no vas a saber salir, por mucho que quieras. De eso yo entonces no tenía ni idea. Seguía pensando que eran las últimas pruebas.
—¿Ves? Ningún problema —dijo MARTA, y me colocó la bata y el delantal. Luego se fueron y me dejaron preparando la cena.
Al poco rato, empecé a oír la puerta de la calle. Iban llegando las invitadas. Esperaba que no me obligarían a salir de la cocina, y que nadie extraño pasaría por allí. También esperaba que nadie me conociera. Sin embargo, cuando ya parecían estar todas, llegó Pilar a la cocina con otro delantal en la mano. Me quitó el que tenía, grande y sobrio, y me puso el que traía ella. Éste era pequeño, blanco, y con puntillas en los bordes.
—¿Voy a tener que salir de aquí, Señora?
—Claro, cariño. Tú eres el encargado de servir la cena.
Luego se puso frente a mí y cogió una barra de carmín que traía para retocarme los labios.
—Apenas se nota, pero así estás más guapo. Ya puedes ir llevando las bandejas. Y no olvides la educación: todas las invitadas son tus Señoras, y así has de tratarlas, de usted y con la cabeza baja. Ellas se extrañarán, claro, pero ya les hemos dicho que esto es parte de la función. Así que lo mejor que puedes hacer es seguirnos la corriente, como si todos actuáramos en un juego. Y acuérdate de cuánto te juegas. Piensa que mañana volverás a ser el de siempre si todo va bien.
Ella salió. Yo respiré hondo, cogí una bandeja con mantelería y vajilla y me fui hacia el salón para preparar la mesa. Cuando llegué allí y di el primer paso, casi se me fue todo al suelo. Con MARTA y Pilar estaban otras tres profesoras del instituto, todas mirándome con cara de asombro, supongo que parecida a la que yo tenía.
—¿Te has quedado mudo, Andrés?
—Buenas noches.... Señoras.
Alguna contestó, y a otras se le debió abrir más la boca.
—¿Qué os había dicho? —señaló MARTA—. ¿Es o no es un secretario ideal?
—¿Tiene los labios pintados? —preguntó una—. Si parece una secretaria auténtica sirviendo los canapés.
—Bueno —le contestó MARTA—, son cosas que a él le gustan y a mí no me molestan, ¿verdad, cariño?
—Sí, Señora.
Yo seguía parado en la puerta, como de exposición, para que todas me miraran bien, con la bata rosa, el delantal, las zapatillas, los labios pintados, las uñas, por no mencionar el peinado.
—Le encanta ponerse cosas mías —seguía MARTA—. Fijaos que hoy no ha parado de rogarme hasta que le he tenido que prestar unas braguitas.
En aquel momento noté que mi cara seguramente estaba ya mucho más roja que mis labios.
—¡No! —exclamaron algunas, mientras todas en general se reían a gusto. —¿De verdad lleva bragas?
—Ven aquí, cariño —me ordenó MARTA.
Tenía que parecer todo parte de un juego, no podía permitir que aquellas compañeras creyeran que hacía esas cosas obligado, si siquiera por placer, sino como un juego, una apuesta, una función... así que puse una gran sonrisa en la cara y empecé a andar.
Fui hacia donde ella estaba sentada, pidiendo con los ojos que no lo hiciera, pero en cuanto llegué a su sitio, me puso mirando a la pared y me subió la bata por detrás, hasta dejar bien a la vista las bragas. Luego me dio un azote en el culo y me bajó la bata.
—Pero es tan tímido con estas cosas, que se inventa historias extrañísimas para justificarse, como si estuviera actuando, jejeje. Anda, Andrés. Coloca esas cosas y ve ofreciendo los canapés a nuestras amigas.
Al poco rato, estaba agachándome delante de todas para que pudieran coger algún canapé, siempre terminando con un:
—Gracias, Señora.
Luego vinieron las bebidas, más pinchos de todo tipo, y los cafés y las copas. Y para rematar la cosa, MARTA me tocaba en el culo cada vez que pasaba a su lado. Con el alcohol se fue animando ella y animando a las demás:
—No temáis hacerle alguna caricia, como los señores a las criadas, que aunque él parezca avengonzado, en realidad le encanta.
Sólo se le añadió Pilar, que aprovechaba cada vez que estaba cerca para tocarme o pellizcarme el culo. Las demás estaban entre cortadas y divertidas, sin saber qué hacer conmigo. De hecho, creo que cuando vieron que no era simplemente una broma, preferían mirar para otro lado.
Habían pasado dos horas desde el comienzo de la informal cena, y yo estaba agotado de pasearme con bandejas y bebidas una y otra vez delante de aquellas compañeras. En ningún momento dejé de pensar en la ropa que llevaba y en mi situación, y también en la maquiavélica idea de MARTA, adelantándose a cualquier explicación mía.
Cuando terminaron de comer, me encerré en la cocina a recoger y fregar todo, mientras ellas tomaban copas en el salón. Luego volví a recoger los vasos, empezando por MARTA, que lo apartó:
—Andrés, querida. Si vienes con las manos vacías no basta con inclinar la cabeza. Tienes que hacer una reverencia, a ver. Agárrate suavemente la falda y súbela hasta medio muslo. Muy bien. Ahora lleva una rodilla hacia atrás y dobla un poco la otra, con la cabeza baja. Muy bien, Andrés.
Y así, subiéndome el vuelo de la bata e inclinándome delante de cada una, fui recogiendo los vasos y preparándoles nuevas copas, sin que mis dos señoras desaprovecharan ninguna ocasión de tocarme las bragas.
Por fin, se fueron, después de despedirlas, una a una, con una profunda reverencia mientras les daba las gracias. Se quedaron Pilar y MARTA, y yo, humildemente, solicité permiso para hablar con ellas.
—De rodillas y con las manos atrás, para hablar con nosotras, cariño.
MARTA se agachó detrás mío y en un momento tenía las manos atadas.
—Ahora sí, dinos.
—Señoras, les ruego humildemente que terminen con esto. Espero haber cumplido bien en este día.
—¿Qué pasa? ¿Ya no eres capaz de explicar esto como un juego o una apuesta? Pues pronto te rindes.
—Usted me ha dicho, Señora...
—Sé de sobra lo que te he dicho, estúpido. Y todo habría ido bien si hubieras aceptado encantado las bragas que te ofrecí, en vez de poner aquella cara. Y luego, con las invitadas, hay que ver que sosa has estado.No, no, no puede ser el último día, creo que todavía tienes que aprender.
—¡No! Me habías dicho...
Tal como estaba, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, debí haberme callado, pero no pude evitar el conato de protesta. Inmediatamente, Pilar me sujetó por detrás para que no pudiera incorporarme, mientras MARTA empezó a abofetearme una y otra vez, hasta que se me saltaron las lágrimas y dejé de forcejear.
—De esto se trata, ¿o no te acuerdas? —me dijo—. Tú nos sirves, y además, estamos cambiando por completo tu imagen en el instituto. Y además, seguro que preferirás seguir sirviéndonos un tiempo, en realidad hasta que nos cansemos. Porque si termináramos hoy, con lo mal que te has portado... Jaja, imagínate que en el instituto te ven sirviendo esta fiesta, vestidito de niña, y reverencia acá, reverencia allá, y dejándote tocar el culo. Y desde luego no le iba a extrañar a nadie, habiéndote visto ya con los modelos que sueles llevar.
No sabía de qué estaba hablando ¿verme en el instituto así?
—Ah, veo por tu cara de asombro que olvidamos decirte al principio que toda la velada ha sido grabada desde una pequeña cámara que teníamos disimulada en la estantería. Sólo tenemos que pixelar las caras de todas las chicas y dejarte a ti bien clarito, haciendo de doncella caliente.
Me asusté al ver en qué trampa me estaba metiendo más y más. Ya ni se molestaban en hablar del dinero, porque tenían otras armas para destrozar mi vida en el instituto, en la ciudad y en la profesión. En eso estaba pensando MARTA me agarró del pelo tirando con fuerza hacia arriba, hasta dejarme bien recto, de rodillas.
—Hasta aquí, querida Andrea, era la primera parte del plan para que seas nuestra humilde sierva, y efectivamente, era éste el último día de esa parte. Ahora empezamos la segunda. Para empezar, ya lo estás oyendo. Desde hoy serás Andrea, y hablarás de ti en femenino. De momento, sólo cuando estemos a solas. Si sigues obedeciendo, en público podrás seguir siendo un hombre afeminado.
El dolor de la cabeza tirante me impedía entender bien lo que estaba diciendo, pero sentía miedo de lo que aquellas dos estuvieran pensando.
—¿Y ves esto? —sin dejar de tirar de mi pelo, paseó por delante de mi cara una fusta— Con esta fusta vamos a dejarte el culo y los muslos del color que tu desees. Si haces lo que tienes que hacer, apenas la notarás, pero si tardas en hacerlo, porque lo harás, no te quepa duda, no podrás sentarte en varios días.
Pilar, desde atrás, me vendó los ojos con un pañuelo, y me subió la falda de la bata hasta la cintura, sujetándola con la cinta del delantal. Después me bajó las bragas hasta las rodillas.
Al momento, zas!!, un primer fustazo en el culo me hizo dar un grito y casi saltar.
—¡Sin quejas!
Zas!! Zass!! ZASSS!!
—Sólo van cuatro, y ya tienes el culo marcado, Andrea. Ahora sé buena chica para que no tengan que ser cuarenta. Abre la boca y chupa con cariño.
Dejé la boca cerrada, y ZASSS ZASSS ZASSS, ZZZAAASSSSS,
Abrí la boca y sentí que alguien se colocaba delante de mí, y mis labios tocaban algo cálido que intentaba entrar en mi boca. Volví a cerrarla, y volvieron los fustazos, seguidos, muy fuertes, hasta que volví a abrir la boca y aquella cosa entró hasta mi garganta. Era un alivio no ser azotado, hasta el punto que el cambio me resultaba agradable. Sabía lo que era, aunque no podía creérmelo. Aquello era una picha que yo estaba mamando. Mientras lo hacía, no había más azotes, así que seguí salivando y comiéndome aquella polla, intentando hacerlo como otras veces me lo habían hecho a mí.
Me quitaron la venda y al abrir los ojos solo vi las piernas peludas del hombre al que se la estaba mamando. Hice un ademán de retirarme, pero ZZAASSS, un fustazo brutal en el culo me hizo tragármela entera. Luego fui relajándome. El me la metía y sacaba, y yo no dejaba de chupar por todas partes en una mamada que se me estaba haciendo eterna. Ya me habían soltado la cabeza y me movía con la polla para que no hubiera ninguna duda de mis intenciones. Fui percibiendo cómo se excitaba más y más aquel hombre, hasta que se corrió dentro de mi boca. Me tragué su leche como pude, pero no quería que se saliera, por si seguía cobrando en el culo. Aplasté mi cara contra su miembro, metiendo toda su polla en mi boca, que se aplastaba contra su ingle. Hasta que él se fue retirando poco a poco, y cuando la sacó, bien limpia, y se apartó, vi horrorizado la cámara con la que MARTA estaba grabándome.
—Dile a la cámara que te sientes feliz y contenta y lo mucho que te gusta mamar pollas.
Me callé, e inmediatamente volvieron los azotes al culo, cada vez más fuertes y dolorosos.
—Sí, sí, perdone, Señora. Estoy feliz, y muy contenta, me encanta mamar pollas. Gracias, Señora.
—De nada, cariño. Y ahora sé buena, y dile a la cámara qué vas a hacer por mí las próximas semanas.
¿Semanas? Lo que quería era que dejaran de torturarme y volver a ser el de siempre, pero esos segundos de duda implicaron una nueva tanda de azotes. ZASSS, ZAASS, ZAAASSSSS!!
—Sí, señora. Haré lo que usted diga, seré su secretaria, su sirvienta, su criada, y estaré encantada de obedecerla.
—Y dile también que esto no es un juego, ni una apuesta, ni un chantaje, que te encanta feminizarte y ser una sumisa criada mía.
—Sí, señora —dije inmediatamente, y mirando a la cámara:— Me encanta feminizarme, llevar ropas de mujer como blusas, pañuelos... y braguitas, y ser la sumisa criada de mi Señora. Y servirla en todo lo que desee. Estoy tan feliz de que mi Señora me permita hacerlo.
Por fin retiró la cámara y yo suspiré aliviado.
—Muy bien, Andrea. Ya tenemos material para preparar varios vídeos que, bien montados, serán como una bomba cuando en el instituto descubran su dirección de internet. ¿No querrás que eso pase, verdad, Andrea?
—No, Señora, no, por favor.
—Pues entonces ya podemos decir que hoy empieza tu nueva vida, Andrea. Durará exactamente hasta que yo me canse de ti, y creo que no va a ser pronto, porque no resulta fácil conseguir una esclava como tú, que no disfruta de la sumisión. Y tú no disfrutas, lo veo claramente en tu flácida polla. A mí, por si no te habías dado cuenta, me excita sobremanera humillar a alguien como tú, así que vas a empezar a trabajar ahora mismo. Vamos a ver como trabaja tu lengua.
El hombre de antes volvió, esta vez a gatas, desnudo, con un collar y una cadena de la que tiraba Pilar. Lo puso delante de mí, enseñándome el culo.
—Chúpaselo bien, Andreita, que a este perrito le encanta.
Me agaché sobre él, busqué su orificio con mi lengua y empecé a chupar y a meterle la lengua, mientras él iba excitándose más y más, sin dejar de moverse. No sé cuánto rato pasó, pero al final me retiraron lo justo para poder darle la vuelta al otro y dejarlo de rodillas frente a mí. Y a mí, siempre con las manos atadas, me empujaron hasta tirarme al suelo, con mi boca a la altura de su picha.
—Tendrás que esmerarte, Andrea, porque a lo mejor le cuesta volver a correrse. En cuanto lo haga, podrás irte.
Faltaban todavía cinco minutos para la entrada, y el pasillo se iba llenando de compañeros que mi miraban extrañados o que incluso me hacían alguna broma. Entonces se abrió la puerta de dirección y salió MARTA con un horario en la mano.
—Como no hay mucho trabajo en la secretaría, hoy vas a cuidar todas estas clases de dos colegas que no pueden venir. Y tengo que decirte, Andrés, que lo estás haciendo bien, y que en unos días terminaremos con esto.
Estas palabras me animaron un poco. Me pasé el día de clase en clase, todas de los mayores, con mi blusa y mi pañuelo, y dando explicaciones peregrinas, como las que había pensado, pero saboreando sobre todo el momento de volver a ser yo mismo y correr un tupido velo sobre este episodio del que, sin duda, me reiría más tarde con mis colegas. ¡No podía estar más equivocado!
Al final de la mañana ya casi había interiorizado mi vestuario y, lo que era peor, empezaba a ver señales de que al resto del mundo también le parecía normal que yo vistiera una blusa de raso fucsia. Menos mal que iba a durar pocos días.
Por la tarde me dejaron en paz, y al día siguiente me presenté con la otra blusa. MARTA me tenía preparado un plan igual al del día anterior, aunque con la excusa de que hacía buen tiempo, no me dejó llevar ninguna chaqueta encima de la blusa blanca de cuello alto y con volantes, rematada con el pañuelo. Durante varios días, alterné una y otra blusa, y también cambié de pañuelo con otro que ella me dio. En algún momento llegó incluso a ser divertido, con algo de retador y mucho de intrigante, eso de pasearme por el instituto como si fuera una señorita, con un pañuelo de un rosa suave. Cuando alguien preguntaba, ya ni me molestaba en hablar de una apuesta, sino que ponía cara de misterio, como si eso fuera algo que quedaba mucho más allá del instituto. Como no me mandaban nada por la tarde, me fui tranquilizando, en la creencia de que me portaba como ellas querían, por eso no había trabajos extras, y seguro ya de que lo peor había pasado. ¡Qué equivocado estaba en todo, en lo de darle poca importancia, en lo de hacerlo divertido y misterioso y, sobre todo, en lo de creer que lo peor había pasado! Lo malo, en realidad, todavía no había empezado.
A la semana aproximadamente, estaba yo, aquel día con la blusa fucsia y el pañuelo rojo y blanco, esperando como siempre a la puerta de dirección, cuando salió MARTA con una bata de nylon rosa, de la peluquería. Hay que decir que en el instituto hay un par de ciclos formativos, que para mi desgracia son de estética y peluquería. Podían haber sido de mecánica o electricidad, pero no.
—Andrés, bonito —dijo MARTA en voz suficientemente alta para que la oyeran por allí—, ¿sabes que hoy será seguramente el último día? Pero bueno, no hablemos de eso. Falta Carmen, la profesora de peluquería, así que te vas a encargar tú de todas sus clases esta mañana.
Sin darme tiempo a saborear lo que me había dicho del último día, se acercó con la bata abierta, para que yo metiera mis brazos. Me llegaba hasta las rodillas y me la puso sin abrochar los corchetes de delante, y así podía seguir luciendo las otras prendas.
—Esperas a que entren todas las chicas, y luego vas para allá. Claro que como tú no sabrás nada de eso, he pensado que te encantará que ellas prueben contigo a peinarte y esas cosas. ¿Qué te parece?
Tendría que haber tenido más reflejos y haberme mostrado entusiasmado, pero no pude. Incluso en el último día, cuando ya me había acostumbrado a una cosa, me salía con otra: ¿peinarme las chicas del instituto...? Por fin, reaccioné.
—Me encantará que me peinen, Señora.
—No se te ha visto muy contento, pero no importa, ¡vente ahora mismo, te tendré que acompañar! No hace falta que te diga que si no haces las cosas bien, tendremos que alargar la experiencia algunos días más.
Y me agarró del brazo y empezó a trotar hacia la sala de prácticas de peluquería, llevándome casi arrastras hacia ella, aunque yo ya iría encantado, porque no pensaba perder la posibilidad de acabar con aquello. Allí ya había varias chicas y chicos, algunas y algunos con batas blancas, otros sin ella. El único con una bata de nylon rosa flotando alrededor del cuerpo era yo.
—¡Qué guapo, Andrés! —fue el irónico comentario casi unánime.
—A ver, chicos —les dijo MARTA—, he tenido que venir yo a deciros lo que Andrés quiere, porque a veces es como una niñita tímida que no se atreve a expresar sus deseos. En fin, quiere que le hagáis la permanente, y que le arregléis un poco las cejas. Bueno, y ya puestos, le arregláis también las uñas, con un esmalte rosa clarito, poco llamativo y le perfiláis un poco los labios. Empezáis con las cejas y le limpiais un poco la cara, que está horrible, y dejáis las uñas y los tubos para aprovechar el rato del recreo. Y si se os ocurre algo más, pues adelante.
Yo debía de tener los ojos abiertos de par en par. Una de las chicas de estética tuvo una ocurrencia:
—Podíamos depilarle las piernas, doña MARTA.
—mmm... hoy no, eso lo dejaremos para otro día. Bueno, hasta luego, cariño, estas chicas te van a dejar como tú quieres.
MARTA salió y yo me quedé parado enmedio, sin saber qué hacer, aunque yo era allí el profesor.
—Vamos a abrocharte la bata, Andrés, para que no se manche la blusa. Y dame el pañuelo, luego te lo devuelvo.
Una de las chicas me fue abrochando corchete a corchete la bata rosa. Luego me pusieron un peinador del mismo color y me sentaron para lavarme la cabeza. La lavaban y después ensayaban peinados con mi pelo, que desgraciadamente era algo largo, luego lavarla de nuevo y otro peinado, con más laca. Yo no me atrevía a decirles que pararan.
Cuando se acercaba la hora del recreo, llegó el momento de la permanente. Uno a uno, me fueron llenando la cabeza de rulos y bigudíes. Yo me veía en el espejo y me quería morir. Mientras tanto, otras dos me limpiaban, recortaban y pintaban las uñas de un rojo escandaloso.
—Creo que MARTA —me atreví a decir— dijo que el color de las uñas fuera rosa suave.
—Sí, luego te quitamos este y lo dejamos rosita.
Luego me pusieron una redecilla sujetando los rulos.
—Y en los próximos quince minutos, mucho cuidado con las uñas, porque esto seca muy despacio.
Entonces sonó el timbre y todos se fueron al descanso. Yo agradecí que nadie se quedara mirándome, con mi bata y mi peinador rosa, mis rulos en el pelo y mis uñas recién pintadas. Al final de la mañana tendría el pelo rizado, pero bueno, sólo era un cambio de look.
De pronto entró una chica:
—Dice Doña MARTA que vayas tal como estés inmediatamente a dirección, que tienes que ver no sé qué.
Lo dijo y se fue.
Cuando ya me había acostumbrado a la blusa y el pañuelo, me humillaba de nuevo haciéndome pasear hasta su despacho, casi al otro lado del instituto. Ese fue otro momento importante, en el que valoré seriamente mandar todo aquello a la mierda, pero tuvo más fuerza la posibilidad de que aquellos números fueran los últimos. Llevaba muchos días obedeciéndola y poco me costaba ya avanzar un poco más.
Con la bata y el peinador, con los tubos y la redecilla y con las uñas rojas, caminé por los pasillos lo más deprisa que pude, pero las risas volvieron a oírse a mi alrededor, las risas de los alumnos, y las caras de asombro de compañeros y compañeras. Yo, por supuesto, llevaba una gran sonrisa e iba saludando a todos, como si aquello fuera una parte más de la performance que estaba llevando a cabo desde hacía días. Debía de parecer una especie de aparición rosa.
Llegué a su despacho y llamé.
—Espera un momento ahí fuera, Andrés, cariño. Ahora salgo.
Esta vez no podía poner las manos atrás, por miedo a que el peinador estropeara el esmalte. Las dejé abiertas a los lados y deseé que me tragara la tierra.
Por fin salió MARTA, con dos profesoras. Se puso frente a mí y me miró de arriba abajo:
—Vas a quedar guapísimo. Ha sido una suerte que quisieras hacerte la permanente, porque así has cuidado también esa clase. Ahora me tengo que ir, pero esta noche, a eso de las ocho, te pasas por casa, eh, cariño, que tengo una cena de amigas y me gustaría que me echaras una mano. Ya puedes volver a la pelu, y preséntate esta noche tal como te dejen, a ver si te vas a despeinar por ahí. Ah, y te llevas la bata.
Volví a que terminaran su obra. Cuando acabaron con el pelo, fue el momento de las cejas y de retocar las uñas con el rosa suave, igual que los labios. Al fin, me quitaron el peinador y la bata y pude ver la imagen que iba a ofrecer por la calle. Mi pelo parecía un casco de rizos, lleno de laca, tenía las cejas finísimas, pero por suerte los labios y las uñas parecían normales, por lo menos desde lejos. Ahora la blusa y el pañuelo parecían lo más adecuado para mi pinta. Me estaba mirando asustado, cuando me rociaron con un spray de colonia.
—Un poquito de colonia de mujer para redondear —dijo una de las mayores—. La verdad es que teníamos otra imagen de ti, Andrés, pero ya ves, qué sorpresas se lleva una.
Salí detrás de ellas hacia el despacho, me puse la chaqueta y me fui corriendo a casa. Allí volví a mirarme despacio. No sé qué parecía, si un hombre travestido o una mujer travestida, pero esperaba que con esta nueva prueba, que creía haber superado, estuviera llegando al final.
A las ocho me presenté en casa de MARTA. Estaban ella y Pilar, que me miraron divertidas por todas partes.
—Esto sí que es el cambio de look que te decía al principio —dijo Pilar—. En el instituto ya nadie sabe qué pensar de ti, excepto que debes de estar enamorado o algo así de MARTA, por cómo la obedeces, aunque tienes que ser más cariñoso con ella, verdad, MARTA?
—No importa. Ahora te vas a ir a la cocina a ir friendo unas cosillas para la cena.
Me fui a la cocina y vi que había un par de fuentes de croquetas y calamares para freír. Estaba buscando la sartén, cuando llegó MARTA.
—Andrés, quítate la blusa, porque si no luego va a oler a fritanga de malas maneras.
—No tengo nada debajo, Señora.
—Bueno, para eso te has traido la bata de esta mañana, ya hay que lavarla.
Me quité el pañuelo y la blusa, que cogió MARTA, y me puse de nuevo la fina bata rosa, abrochándola de arriba abajo.
—Quítate también los pantalones. No te preocupes, que con la bata no se te ve nada.
Fui a decirle que lo que me importaba era precisamente lo que se veía: la bata, pero vi su mirada y preferí callarme. Tenía que ser el último día. Me quité los pantalones y me puse el delantal encima de la bata. Había dejado de ser el secretario para pasar a ser el criado medio travestido de la directora. Pero todavía no había terminado.
Mientras yo me volvía hacia el armario en busca de una sartén, MARTA se puso detrás de mi.
—No te muevas, cariño, que voy a hacer una prueba.
Empezó entonces a acariciarme el culo y los muslos, bajando su mano hasta el borde de la bata y subiéndola hasta llegar a los boxer que llevaba ese día, que eran bastante amplios y sueltos. Una lucecita agradable se encendió en mi mente: a lo mejor lo que andaba buscando era simplemente... pero la lucecita se fundió inmediatamente, en cuanto le oí decir:
—¡Pilar, me traes unas bragas para Andrés, por favor! ¡Y unas zapatillas!
—¡Qué! —se me escapó.
Y a ella se le escapó un fuerte azote en mi culo.
—¡A callar! ¿No ves, cariño, que con esos calzoncillos que llevas, si se te empina un poco la colita, enseguida se nota en la bata? Y no podemos permitir eso, no queda bien. Anda, no seas crío y quítate los calzoncillos. El último día tiene que ser especial, ¿no?
Iba a protestar de nuevo, pero dije que sí, que el último día tenía que ser especial. Pilar apareció con lo que le había pedido.
—Mira, si parecen unos slips.
Era cierto, las bragas eran blancas sin ningún adorno. Podría pasar por slips. Me quité los calzoncillos, y me puse las bragas, muy ajustadas pero bastante altas. También me quité los zapatos y los calcetines, para calzarme unas zapatillas de mujer abiertas por atrás y con tacón. Un día, entre dudas, y para evitar otro mal, te pones unas bragas blancas de algodón, que parecen un slip, pensando que total, no pasa nada, y unas zapatillas de mujer, porque en aquella casa no había otras, y sin darte cuenta estás en un camino del que no vas a saber salir, por mucho que quieras. De eso yo entonces no tenía ni idea. Seguía pensando que eran las últimas pruebas.
—¿Ves? Ningún problema —dijo MARTA, y me colocó la bata y el delantal. Luego se fueron y me dejaron preparando la cena.
Al poco rato, empecé a oír la puerta de la calle. Iban llegando las invitadas. Esperaba que no me obligarían a salir de la cocina, y que nadie extraño pasaría por allí. También esperaba que nadie me conociera. Sin embargo, cuando ya parecían estar todas, llegó Pilar a la cocina con otro delantal en la mano. Me quitó el que tenía, grande y sobrio, y me puso el que traía ella. Éste era pequeño, blanco, y con puntillas en los bordes.
—¿Voy a tener que salir de aquí, Señora?
—Claro, cariño. Tú eres el encargado de servir la cena.
Luego se puso frente a mí y cogió una barra de carmín que traía para retocarme los labios.
—Apenas se nota, pero así estás más guapo. Ya puedes ir llevando las bandejas. Y no olvides la educación: todas las invitadas son tus Señoras, y así has de tratarlas, de usted y con la cabeza baja. Ellas se extrañarán, claro, pero ya les hemos dicho que esto es parte de la función. Así que lo mejor que puedes hacer es seguirnos la corriente, como si todos actuáramos en un juego. Y acuérdate de cuánto te juegas. Piensa que mañana volverás a ser el de siempre si todo va bien.
Ella salió. Yo respiré hondo, cogí una bandeja con mantelería y vajilla y me fui hacia el salón para preparar la mesa. Cuando llegué allí y di el primer paso, casi se me fue todo al suelo. Con MARTA y Pilar estaban otras tres profesoras del instituto, todas mirándome con cara de asombro, supongo que parecida a la que yo tenía.
—¿Te has quedado mudo, Andrés?
—Buenas noches.... Señoras.
Alguna contestó, y a otras se le debió abrir más la boca.
—¿Qué os había dicho? —señaló MARTA—. ¿Es o no es un secretario ideal?
—¿Tiene los labios pintados? —preguntó una—. Si parece una secretaria auténtica sirviendo los canapés.
—Bueno —le contestó MARTA—, son cosas que a él le gustan y a mí no me molestan, ¿verdad, cariño?
—Sí, Señora.
Yo seguía parado en la puerta, como de exposición, para que todas me miraran bien, con la bata rosa, el delantal, las zapatillas, los labios pintados, las uñas, por no mencionar el peinado.
—Le encanta ponerse cosas mías —seguía MARTA—. Fijaos que hoy no ha parado de rogarme hasta que le he tenido que prestar unas braguitas.
En aquel momento noté que mi cara seguramente estaba ya mucho más roja que mis labios.
—¡No! —exclamaron algunas, mientras todas en general se reían a gusto. —¿De verdad lleva bragas?
—Ven aquí, cariño —me ordenó MARTA.
Tenía que parecer todo parte de un juego, no podía permitir que aquellas compañeras creyeran que hacía esas cosas obligado, si siquiera por placer, sino como un juego, una apuesta, una función... así que puse una gran sonrisa en la cara y empecé a andar.
Fui hacia donde ella estaba sentada, pidiendo con los ojos que no lo hiciera, pero en cuanto llegué a su sitio, me puso mirando a la pared y me subió la bata por detrás, hasta dejar bien a la vista las bragas. Luego me dio un azote en el culo y me bajó la bata.
—Pero es tan tímido con estas cosas, que se inventa historias extrañísimas para justificarse, como si estuviera actuando, jejeje. Anda, Andrés. Coloca esas cosas y ve ofreciendo los canapés a nuestras amigas.
Al poco rato, estaba agachándome delante de todas para que pudieran coger algún canapé, siempre terminando con un:
—Gracias, Señora.
Luego vinieron las bebidas, más pinchos de todo tipo, y los cafés y las copas. Y para rematar la cosa, MARTA me tocaba en el culo cada vez que pasaba a su lado. Con el alcohol se fue animando ella y animando a las demás:
—No temáis hacerle alguna caricia, como los señores a las criadas, que aunque él parezca avengonzado, en realidad le encanta.
Sólo se le añadió Pilar, que aprovechaba cada vez que estaba cerca para tocarme o pellizcarme el culo. Las demás estaban entre cortadas y divertidas, sin saber qué hacer conmigo. De hecho, creo que cuando vieron que no era simplemente una broma, preferían mirar para otro lado.
Habían pasado dos horas desde el comienzo de la informal cena, y yo estaba agotado de pasearme con bandejas y bebidas una y otra vez delante de aquellas compañeras. En ningún momento dejé de pensar en la ropa que llevaba y en mi situación, y también en la maquiavélica idea de MARTA, adelantándose a cualquier explicación mía.
Cuando terminaron de comer, me encerré en la cocina a recoger y fregar todo, mientras ellas tomaban copas en el salón. Luego volví a recoger los vasos, empezando por MARTA, que lo apartó:
—Andrés, querida. Si vienes con las manos vacías no basta con inclinar la cabeza. Tienes que hacer una reverencia, a ver. Agárrate suavemente la falda y súbela hasta medio muslo. Muy bien. Ahora lleva una rodilla hacia atrás y dobla un poco la otra, con la cabeza baja. Muy bien, Andrés.
Y así, subiéndome el vuelo de la bata e inclinándome delante de cada una, fui recogiendo los vasos y preparándoles nuevas copas, sin que mis dos señoras desaprovecharan ninguna ocasión de tocarme las bragas.
Por fin, se fueron, después de despedirlas, una a una, con una profunda reverencia mientras les daba las gracias. Se quedaron Pilar y MARTA, y yo, humildemente, solicité permiso para hablar con ellas.
—De rodillas y con las manos atrás, para hablar con nosotras, cariño.
MARTA se agachó detrás mío y en un momento tenía las manos atadas.
—Ahora sí, dinos.
—Señoras, les ruego humildemente que terminen con esto. Espero haber cumplido bien en este día.
—¿Qué pasa? ¿Ya no eres capaz de explicar esto como un juego o una apuesta? Pues pronto te rindes.
—Usted me ha dicho, Señora...
—Sé de sobra lo que te he dicho, estúpido. Y todo habría ido bien si hubieras aceptado encantado las bragas que te ofrecí, en vez de poner aquella cara. Y luego, con las invitadas, hay que ver que sosa has estado.No, no, no puede ser el último día, creo que todavía tienes que aprender.
—¡No! Me habías dicho...
Tal como estaba, de rodillas y con las manos atadas a la espalda, debí haberme callado, pero no pude evitar el conato de protesta. Inmediatamente, Pilar me sujetó por detrás para que no pudiera incorporarme, mientras MARTA empezó a abofetearme una y otra vez, hasta que se me saltaron las lágrimas y dejé de forcejear.
—De esto se trata, ¿o no te acuerdas? —me dijo—. Tú nos sirves, y además, estamos cambiando por completo tu imagen en el instituto. Y además, seguro que preferirás seguir sirviéndonos un tiempo, en realidad hasta que nos cansemos. Porque si termináramos hoy, con lo mal que te has portado... Jaja, imagínate que en el instituto te ven sirviendo esta fiesta, vestidito de niña, y reverencia acá, reverencia allá, y dejándote tocar el culo. Y desde luego no le iba a extrañar a nadie, habiéndote visto ya con los modelos que sueles llevar.
No sabía de qué estaba hablando ¿verme en el instituto así?
—Ah, veo por tu cara de asombro que olvidamos decirte al principio que toda la velada ha sido grabada desde una pequeña cámara que teníamos disimulada en la estantería. Sólo tenemos que pixelar las caras de todas las chicas y dejarte a ti bien clarito, haciendo de doncella caliente.
Me asusté al ver en qué trampa me estaba metiendo más y más. Ya ni se molestaban en hablar del dinero, porque tenían otras armas para destrozar mi vida en el instituto, en la ciudad y en la profesión. En eso estaba pensando MARTA me agarró del pelo tirando con fuerza hacia arriba, hasta dejarme bien recto, de rodillas.
—Hasta aquí, querida Andrea, era la primera parte del plan para que seas nuestra humilde sierva, y efectivamente, era éste el último día de esa parte. Ahora empezamos la segunda. Para empezar, ya lo estás oyendo. Desde hoy serás Andrea, y hablarás de ti en femenino. De momento, sólo cuando estemos a solas. Si sigues obedeciendo, en público podrás seguir siendo un hombre afeminado.
El dolor de la cabeza tirante me impedía entender bien lo que estaba diciendo, pero sentía miedo de lo que aquellas dos estuvieran pensando.
—¿Y ves esto? —sin dejar de tirar de mi pelo, paseó por delante de mi cara una fusta— Con esta fusta vamos a dejarte el culo y los muslos del color que tu desees. Si haces lo que tienes que hacer, apenas la notarás, pero si tardas en hacerlo, porque lo harás, no te quepa duda, no podrás sentarte en varios días.
Pilar, desde atrás, me vendó los ojos con un pañuelo, y me subió la falda de la bata hasta la cintura, sujetándola con la cinta del delantal. Después me bajó las bragas hasta las rodillas.
Al momento, zas!!, un primer fustazo en el culo me hizo dar un grito y casi saltar.
—¡Sin quejas!
Zas!! Zass!! ZASSS!!
—Sólo van cuatro, y ya tienes el culo marcado, Andrea. Ahora sé buena chica para que no tengan que ser cuarenta. Abre la boca y chupa con cariño.
Dejé la boca cerrada, y ZASSS ZASSS ZASSS, ZZZAAASSSSS,
Abrí la boca y sentí que alguien se colocaba delante de mí, y mis labios tocaban algo cálido que intentaba entrar en mi boca. Volví a cerrarla, y volvieron los fustazos, seguidos, muy fuertes, hasta que volví a abrir la boca y aquella cosa entró hasta mi garganta. Era un alivio no ser azotado, hasta el punto que el cambio me resultaba agradable. Sabía lo que era, aunque no podía creérmelo. Aquello era una picha que yo estaba mamando. Mientras lo hacía, no había más azotes, así que seguí salivando y comiéndome aquella polla, intentando hacerlo como otras veces me lo habían hecho a mí.
Me quitaron la venda y al abrir los ojos solo vi las piernas peludas del hombre al que se la estaba mamando. Hice un ademán de retirarme, pero ZZAASSS, un fustazo brutal en el culo me hizo tragármela entera. Luego fui relajándome. El me la metía y sacaba, y yo no dejaba de chupar por todas partes en una mamada que se me estaba haciendo eterna. Ya me habían soltado la cabeza y me movía con la polla para que no hubiera ninguna duda de mis intenciones. Fui percibiendo cómo se excitaba más y más aquel hombre, hasta que se corrió dentro de mi boca. Me tragué su leche como pude, pero no quería que se saliera, por si seguía cobrando en el culo. Aplasté mi cara contra su miembro, metiendo toda su polla en mi boca, que se aplastaba contra su ingle. Hasta que él se fue retirando poco a poco, y cuando la sacó, bien limpia, y se apartó, vi horrorizado la cámara con la que MARTA estaba grabándome.
—Dile a la cámara que te sientes feliz y contenta y lo mucho que te gusta mamar pollas.
Me callé, e inmediatamente volvieron los azotes al culo, cada vez más fuertes y dolorosos.
—Sí, sí, perdone, Señora. Estoy feliz, y muy contenta, me encanta mamar pollas. Gracias, Señora.
—De nada, cariño. Y ahora sé buena, y dile a la cámara qué vas a hacer por mí las próximas semanas.
¿Semanas? Lo que quería era que dejaran de torturarme y volver a ser el de siempre, pero esos segundos de duda implicaron una nueva tanda de azotes. ZASSS, ZAASS, ZAAASSSSS!!
—Sí, señora. Haré lo que usted diga, seré su secretaria, su sirvienta, su criada, y estaré encantada de obedecerla.
—Y dile también que esto no es un juego, ni una apuesta, ni un chantaje, que te encanta feminizarte y ser una sumisa criada mía.
—Sí, señora —dije inmediatamente, y mirando a la cámara:— Me encanta feminizarme, llevar ropas de mujer como blusas, pañuelos... y braguitas, y ser la sumisa criada de mi Señora. Y servirla en todo lo que desee. Estoy tan feliz de que mi Señora me permita hacerlo.
Por fin retiró la cámara y yo suspiré aliviado.
—Muy bien, Andrea. Ya tenemos material para preparar varios vídeos que, bien montados, serán como una bomba cuando en el instituto descubran su dirección de internet. ¿No querrás que eso pase, verdad, Andrea?
—No, Señora, no, por favor.
—Pues entonces ya podemos decir que hoy empieza tu nueva vida, Andrea. Durará exactamente hasta que yo me canse de ti, y creo que no va a ser pronto, porque no resulta fácil conseguir una esclava como tú, que no disfruta de la sumisión. Y tú no disfrutas, lo veo claramente en tu flácida polla. A mí, por si no te habías dado cuenta, me excita sobremanera humillar a alguien como tú, así que vas a empezar a trabajar ahora mismo. Vamos a ver como trabaja tu lengua.
El hombre de antes volvió, esta vez a gatas, desnudo, con un collar y una cadena de la que tiraba Pilar. Lo puso delante de mí, enseñándome el culo.
—Chúpaselo bien, Andreita, que a este perrito le encanta.
Me agaché sobre él, busqué su orificio con mi lengua y empecé a chupar y a meterle la lengua, mientras él iba excitándose más y más, sin dejar de moverse. No sé cuánto rato pasó, pero al final me retiraron lo justo para poder darle la vuelta al otro y dejarlo de rodillas frente a mí. Y a mí, siempre con las manos atadas, me empujaron hasta tirarme al suelo, con mi boca a la altura de su picha.
—Tendrás que esmerarte, Andrea, porque a lo mejor le cuesta volver a correrse. En cuanto lo haga, podrás irte.
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