El aroma del té de jazmín flotaba en el aire cuando José, con la elegancia adquirida por años de disciplina, depositó con delicadeza la taza de porcelana frente a la señora Sandra. Su uniforme de criada, perfectamente almidonado, contrastaba con su expresión serena y refinada.
Las tres damas sentadas en el sofá intercambiaron miradas cómplices antes de soltar una risita contenida. No era habitual ver a un hombre de su edad y porte vestido de tal manera, y sin embargo, en la casa de doña Sandra, las costumbres eran meros caprichos de la anfitriona.
—Espléndido, José —dijo doña Olga, revolviendo su té con un leve tintineo de la cucharilla—. Siempre he dicho que la elegancia no distingue de géneros ni de edades.
José inclinó la cabeza en señal de respeto. Llevaba años en servicio, primero como criada de su esposa Susana, luego como asistenta de su mejor amiga Sandra. Con el tiempo, la formalidad de su atuendo había evolucionado hasta esta nueva apariencia con cofia, a petición de Raquel, quien encontraba en ello un detalle encantador.
Las señoras, vestidas con jerseys cómodos, bebían su té entre anécdotas y recuerdos de juventud. José, imperturbable, seguía sirviendo con la precisión de un relojero. Nadie podía negar su maestría en el arte de la hospitalidad, sin importar la vestimenta que portara.
—Díme, José —preguntó la señora Raquel, con una sonrisa traviesa—, ¿no siente usted curiosidad por saber de qué hablamos cuando no está presente?
Él, con la compostura de quien ha vivido suficiente como para no inmutarse fácilmente, respondió con una leve curvatura en los labios.
—Señora, un buen servidor sabe escuchar sin oír, mirar sin ver y recordar solo aquello que se le ordena.
Las damas rieron con deleite, mientras José seguía con su tarea, tan impecable como siempre, bajo la tenue luz de la tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario